Pedro Kröpotkin.
• Preparado y “reproducido” para Internet por:(I.E.A.) “Instituto de Estudios Anarquistas” (Santiago, Chile, abril de 2005), ÍNDICE. Contenido: Página: Introducción………………………. 3 – 4 I………………………………. 4 – 9 II…………………………………. III……………………………………. 17 – 24 IV……………………………………. INTRODUCCIÓN.
La cuestión que me propongo tratar esta noche es una de las más importantes en la serie
de las grandes cuestiones que se ofrecen a la humanidad del siglo XIX. Después de la
cuestión económica, después de la del Estado, aquélla es, quizás, la más importante de
todas. En realidad, puesto que la distribución de la justicia fue el principal instrumento en la
constitución de todos los poderes, puesto que es la base misma y el fundamento más sólido
de los poderes constituidos, no exageraré si digo que la cuestión de saber qué debe hacerse
con los que cometen actos antisociales, encierra en si la gran cuestión del gobierno y del
Muchas veces se ha dicho que la función principal de toda organización política, es
garantizar doce jurados probos a todo ciudadano, al que otros ciudadanos denunciaren por
cualquier motivo. Pero falta saber qué derechos debemos reconocer a esos diez, o doce, o
cien jurados, sobre el ciudadano al que consideren culpable de un acto antisocial y
Esta cuestión resuélvese actualmente de la manera más sencilla. Se nos responde:
¡Castigarán! ¡Sentenciarán a muerte, a trabajos forzados o a presidio! Y esto es lo que se
hace. Es decir, que, en nuestro penoso desarrollo, en esta marcha de la humanidad por
entre los prejuicios y las ideas falsas, hemos llegado a tal punto. Más también ha llegado la
hora de preguntar: ¿Es justa la muerte, es justo el presidio? ¿Se consigue con ellos el doble
fin que trátase de obtener: impedir que se repita el acto antisocial y tornar mejor al hombre
que se hiciera culpable de un acto de violencia contra su semejante? Y, para concluir, ¿qué
significa la palabra culpable, con tanta frecuencia empleada, sin que hasta la fecha se haya
intentado decir en qué consiste la culpabilidad?.
A todas estas preguntas propóngome responder; dar un esbozo de respuesta, mejor
dicho, en el corto espacio de una velada.
Grandes son estas cuestiones, que encierran en sí la dicha, no sólo de los centenares de
millares de detenidos que en este momento gimen en nuestras cárceles y presidios; la
suerte, no sólo de las mujeres y niños que sollozan en la miseria desde que el cabeza de
familia fuera encerrado en un calabozo, sino también la dicha y la suerte de toda la
humanidad. Toda injusticia cometida con el individuo, es en último término sentida por toda
–– I ––
Ciento cincuenta mil seres, mujeres y hombres, son anualmente encerrados en las
cárceles de Francia; muchos millones en las de Europa. Enormes cantidades gasta Francia
en sostener aquellos edificios, y no menores sumas en engrasar las diversas piezas de
aquella pesada máquina ––policía y magistratura–– encargada de poblar sus prisiones. Y,
como el dinero no brota solo en las cajas del Estado, sino que cada moneda de oro
representa la pesada labor de un obrero, resulta de aquí, que todos los años, el producto de
millones de jornadas de trabajo es empleado en el mantenimiento de las prisiones.
Pero ¿quién, prescindiendo de algunos filántropos y dos o tres administradores, se ocupa
en la actualidad de los resultados que se van obteniendo? De todo se habla en la prensa,
que, sin embargo, casi nunca se ocupa en nada que a las prisiones se refiera. Si alguna vez
se habla de ellas, no es sino a consecuencia de revelaciones más o menos escandalosas.
En tales casos, por espacio de quince días se grita contra la administración, se piden nuevas
leyes que vayan a aumentar el número, nada bajo, de las vigentes, y pasado aquel tiempo,
todo queda igual, si no cambia y se hace peor.
En cuanto a la actitud regular de la sociedad y de la prensa respecto a los detenidos, no
pasa de la más completa indiferencia: con tal de que tengan pan que comer, agua para
beber y trabajo, mucho trabajo, todo va bien. Indiferencia completa, cuando no odio. Porque
todos recordamos lo que la prensa dijo no hace mucho, con motivo de algunas mejoras
introducidas en el régimen de las prisiones. Es demasiado para los pícaros, se leía en
periódicos que se las echaban de avanzados. Nunca serán tratados tan mal como se
merecen. Pues bien, ciudadanas y ciudadanos: habiendo tenido ocasión de conocer dos
cárceles de Francia y algunas de Rusia; habiéndome visto obligado, por circunstancias de mi
vida, a estudiar con cierto detenimiento las cuestiones penitenciarias, creo que deber mío es
decir a la faz del mundo lo que son las prisiones de hoy, así como el relatar mis
observaciones y el exponer las reflexiones que estas observaciones me sugirieran.
Dicho esto, abordo la gran cuestión. En primer lugar, ¿en qué consiste el régimen de las
Sabido es que hay tres grandes categorías de prisiones: la Departamental, la Casa
En lo que a la Nueva Caledonia se refiere, los datos que tenemos respecto a aquellas
islas son tan contradictorios y tan incompletos, que es imposible formarse una idea justa de
lo que es allí el régimen de los trabajos forzados. En cuanto a las prisiones departamentales;
la que nosotros nos vimos obligados a conocer, en Lyon, se halla en tan mal estado, que
cuanto menos se hable de ella mejor será. En otra parte dije en qué estado la encontré,
bosquejando a la vez la funesta influencia que ejerce sobre las criaturas que en ella están
encerradas. Aquellos infelices son condenados, a causa del régimen a que se han sometido,
a arrastrarse toda la vida por cárceles y presidios y a morir en una isla del Pacifico.
Por consiguiente, no digo más acerca de la prisión departamental de Lyon, y paso a la
Casa central de Clairvaux, tanto más cuanto que, con la prisión militar de Brest, es el mejor
edificio de tal suerte con que Francia cuenta, y, a juzgar por lo que se sabe respecto a las
prisiones de los demás países, una de las mejores cárceles de Europa.
Veamos, pues, lo que es una de las mejores prisiones modernas; juzgaremos más
acertadamente a las otras. Advertiremos que la vimos en las mejores condiciones: poco
antes de llegar yo, uno de los detenidos había sido muerto en su celda por los carceleros, y
toda la administración había sido cambiada; y con franqueza he de decir que la nueva
administración no tenía en modo alguno aquel carácter que se halla en tantas otras cárceles:
el de tratar de hacer la vida del detenido lo más penosa posible. Es también la única prisión
grande de Francia que no tuviera una sedición después de las sediciones de hace dos años.
Cuando el ser humano se acerca a la inmensa muralla circular, que costea las pendientes
de las colinas en una longitud de cuatro kilómetros, antes que ante una cárcel, creeríase
junto a una pequeña población fabril. Chimeneas, cuatro de ellas grandísimas, humeantes,
máquinas de vapor, una o dos turbinas y el acompasado ruido de los mecanismos en
movimiento; he aquí lo que se ve y se oye al pronto. Consiste esto en que, para procurar
ocupación a 1 400 detenidos, ha sido necesario erigir allí una inmensa fábrica de camas de
hierro, innumerables talleres en los que se trabaja la seda y se hace el brocado de clases,
tela grosera para muchas otras prisiones francesas, paño, ropa y calzado para los detenidos;
hay también una fábrica de metros y de marcos, otra de gas, otra de botones y de toda clase
de objetos de nácar, molinos de trigo, de centeno y así sucesivamente. Una inmensa huerta
y extensos campos de avena se cultivan entre aquellas construcciones, y de cuando en
cuando sale una brigada de aquella población sujeta, unas veces para cortar leña en el
He ahí la inmensa inversión de fondos, y la variedad de oficios que ha sido necesario
introducir para procurar un trabajo útil a 1 400 hombres.
Siendo incapaz el Estado de tan inmensa inversión de fondos y de colocar
ventajosamente lo que producen, es evidente que ha tenido necesidad de dirigirse a
contratistas, a los que cede el trabajo de los detenidos a precios en mucho inferiores a los
que rigen fuera de la cárcel. Efectivamente, los jornales de Clairvaux no son sino de 50
céntimos y de 1 franco. Mientras que en la fábrica de catres puede un hombre ganar hasta 2
francos, muchísimos detenidos no ganan sino 70 céntimos por jornada de 12 horas, y en
ocasiones sólo 50. De esta cantidad el Estado se apropia una muy notable parte, y el resto
es dividido en dos, una de las cuales se entrega al preso para que compre en el comedor
algún alimento; el resto le es entregado cuando sale de la prisión. En los talleres pasan los
detenidos la mayor parte del día, salvo una hora de escuela, y 45 minutos de paseo, en fila,
a los gritos de ¡una! ¡dos! de los carceleros, distracción a la que se denomina hacer la rastra
de chorizos. El domingo se pasa en los patios, si hace buen día, y en los talleres cuando el
Agreguemos aún que la Casa central de Clairvaux estaba organizada bajo el sistema de
silencio absoluto, sistema tan contrario a la naturaleza humana que no podía ser mantenido
sino a fuerza de castigos. Así es que durante los tres años que yo pasé en Clairvaux, fue
cayendo en desuso. Abandonábase poco a poco, siempre que las conversaciones en el
taller o en el paseo no fuesen demasiado acaloradas.
Mucho podría decirse acerca de esta cárcel provisional y de corrección; pero las palabras
que le hemos dedicado bastarán para dar una idea general de lo que aquello es.
En cuanto a las prisiones de los otros países europeos, basta decir que no son mejores
que la de Clairvaux. En las prisiones inglesas, por lo que de ellas sé, gracias a la literatura, a
informes oficiales y a memorias, debo decir que se han mantenido ciertos usos que,
afortunadamente, están abolidos en Francia. El tratamiento es en esta nación más humano,
y el tradmill, la rueda sobre la que el detenido inglés camina como una ardilla, no existe en
Francia; mientras que, por otra parte, el castigo francés, consistente en hacer andar al
recluso durante meses, a causa de su carácter degradante, de la prolongación desmesurada
del castigo y de lo arbitrariamente que es aplicado, resulta digno hermano de la pena
corporal que aún se impone en Inglaterra.
Las prisiones alemanas tienen un carácter de dureza que las hace excesivamente
En cuanto a las prisiones austriacas y rusas, se hallan aún en un estado más deplorable.
Podemos, pues, tomar la Casa central de Francia como representante bastante bueno de
He ahí, en pocas palabras, el sistema de organización de las prisiones consideradas
como las mejores en estos momentos. Veamos ahora cuáles son los resultados obtenidos
por estas organizaciones excesivamente costosas. Dos respuestas tiene esta pregunta. Y es
la primera que todos, hasta la misma administración, están de acuerdo en que estos
El hombre que ha estado en la cárcel, volverá a ella.
Cierto, inevitable es esto; las cifras lo demuestran. Los informes anuales de la
administración de justicia criminal de Francia, nos dicen que la mitad aproximadamente de
los hombres juzgados por el Tribunal Supremo y las dos quintas partes de los sentenciados
por la policía correccional, fueron educados en la cárcel, en el presidio: éstos son los
reincidentes. Casi la mitad (de 42 a 45 por 100) de los juzgados por asesinato, y las tres
cuartas partes (de 70 a 72 por 100) de los sentenciados por robo, son otros tantos
reincidentes. 70 000 hombres son anualmente detenidos sólo en Francia. En cuanto a las
cárceles centrales, más de la tercera parte (de 20 a 40 por 100) de los detenidos, puestos en
libertad por aquellas mal nominadas instituciones correccionales, vuelven a la cárcel dentro
de los doce meses que siguen a la fecha de su primera salida de ella. Es tan constante este
hecho, que en Clairvaux se oía decir a los carceleros: Muy extraño es que Fulano aún no
haya vuelto. ¿Habrá tenido tiempo de pasar a otro distrito judicial? Y hay en las casas
centrales presos ancianos que, habiendo logrado tener un sitio bueno en el hospital o en el
taller, ruegan, al salir de la cárcel, que se les reserve el sitio aquél para su próximo regreso.
Aquellos pobres ancianos están seguros de que no tardarán en volver.
Por otra parte, los que han estudiado y conocen estas cosas (citaré por ejemplo, el doctor
Lombroso), afirman que si se llevase cuenta de los que mueren en cuanto han salido de la
cárcel, de los que cambian de nombre, o emigran, o logran ocultarse después de haber
cometido un nuevo acto no de acuerdo con las leyes vigentes; si todos éstos fuesen tenidos
en cuenta, uno se vería precisado a preguntarse si todos los detenidos puestos en libertad
He aquí lo que se consigue con las prisiones.
Pero no es esto todo. El hecho por el cual un hombre vuelve a la cárcel, es siempre más
grave que el que cometiera la primera vez. Todos los escritores criminalistas están de
La reincidencia se ha hecho un problema inmenso para Europa, un problema que Francia
quiso no ha mucho resolver, enviando a todos los reincidentes a gustar de la fiebre de
Cayena. Por otra parte, la exterminación empieza ya el camino. Todos habéis leído que,
hace tres días, once reincidentes fueron pasados por las armas a bordo del navío que a
aquel punto les llevaba; acto de salvajismo que será muy tenido en cuenta cuando el capitán
de la embarcación sea nombrado director de la colonia de Cayena.
Pues bien, no obstante las reformas introducidas, no obstante los sistemas penitenciarios
puestos a prueba, el resultado siempre ha sido igual. Por una parte, el número de hechos
contrarios a las leyes existentes no aumenta ni disminuye, cualesquiera que sea el sistema
de penas infligidas. Se ha abolido el knut ruso y la pena de muerte en Italia, y el número de
asesinatos sigue siendo igual. Aumenta o disminuye la crueldad de los erigidos en jefes;
cambia la crueldad o el jesuitismo de los sistemas penitenciarios, pero el número de los
actos mal llamados crímenes, continúa invariable. Sólo le afectan otras causas, de las
Y, por otra parte, cualesquiera que sean los cambios introducidos en el régimen
penitenciario, la reincidencia no disminuye, lo cual es inevitable, lo cual debe ser así; la
prisión mata en el hombre todas las cualidades que le hacen más propio para la vida en
sociedad. Conviértenle en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará
en una de esas tumbas de piedra sobre las cuales se escribe Casa de corrección, y que los
mismos carceleros llaman Casas de corrupción.
Si se me preguntara: ¿Qué podría hacerse para mejorar el régimen penitenciario?, ¡Nada!
––respondería–– porque no es posible mejorar una prisión. Salvo algunas pequeñas mejoras
sin importancia, no hay absolutamente nada que hacer, sino demolerlas.
Para acabar con el asqueroso contrabando del tabaco podría proponer que se dejara
fumar a los detenidos: Alemania lo ha hecho ya; y no le pesa haberlo hecho: el Estado
vende tabaco en el comedor. Pero, después del contrabando del tabaco, vendría el del
alcohol. Y todo conduciría al mismo resultado: a la explotación de los detenidos por los
encargados de vigilarles. Podría proponer que al frente de cada prisión hubiera un Pestalozzi
(me refiero al gran pedagogo suizo que recogía a los niños abandonados y hacía de ellos
buenos ciudadanos), y podría también proponer que, en lugar de los vigilantes, ex soldados
y ex policías casi todos, se pusieran sesenta o más Pestalozzi. Pero me responderíais:
¿Dónde encontrarlos? Y tendríais razón: porque el gran pedagogo suizo no hubiera
aceptado la plaza de carcelero; hubiera dicho: El principio de toda prisión es falso, puesto
que la privación de libertad lo es. Mientras privéis al hombre de libertad, no lograréis hacerle
mejor. Cosecharéis la reincidencia. Y eso es lo que ahora voy a demostrar.
–– II ––
Hay, en primer lugar, un hecho constante, un hecho que es ya, en sí mismo, la
condenación de todo nuestro sistema judicial: ninguno de los presos reconoce que la pena
Hablad a un detenido por hurto, y preguntadle algo acerca de su condena. Os dirá:
Caballero, los pequeños rateros aquí están, los grandes viven libres, gozan del aprecio del
público. ¿Y qué os atreveríais a responderle, vosotros que conocéis las grandes compañías
financieras fundadas expresamente para sorberse hasta las monedas de cobre que ahorran
los conserjes, y para permitir que los fundadores, retirándose a tiempo, echen legalmente su
agudo anzuelo sobre las pequeñas fortunas que encuentran a su alcance?. Conocemos a
esas grandes compañías de accionistas, sus circulares engañosas, sus timos. ¿Cómo
responder, pues, al prisionero, sino diciéndole que tiene razón?.
Hablad ahora a aquel otro, que está preso por haber robado en grande. Os dirá: No fui
bastante diestro; he ahí mi delito. ¿Y qué habíais de responderle, vosotros que sabéis cómo
se roba en las altas esferas, y cómo, después de escándalos inenarrables, de los que tanto
se habló en estos últimos tiempos, veis otorgar un privilegio de inculpabilidad a los grandes
ladrones? ¡Cuántas veces no hemos oído decir en la cárcel: ¡Los grandes ladrones no
somos nosotros; son los que aquí nos tienen! ¿Y quién se atreverá a decir lo contrario?.
Cuando se conocen las estafas increíbles que se cometen en el mundo de los grandes
negocios financieros; cuando se sabe de qué modo íntimo el engaño va unido a todo ese
gran mundo de la industria; cuando uno ve que ni aún los medicamentos escapan de las
falsificaciones más innobles; cuando se sabe que la sed de riquezas, por todos los medios
posibles, forma la esencia misma de la sociedad burguesa actual, y cuando se ha sondeado
toda esa inmensa cantidad de transacciones dudosas, que se colocan entre las
transacciones burguesamente honradas y las que son acreedoras de la Correccional;
cuando se ha sondeado todo eso, llega uno a decirse, como decía cierto recluso, que las
prisiones fueron hechas para los torpes, no para los criminales.
En tal caso, ¿por qué tratáis de moralizar a los que llenan cárceles y presidios?. Este es el
ejemplo exterior. En cuanto al ejemplo dado en la prisión, inútil sería que hablásemos de el
extensamente; sábese ya lo que es. Hable de él en otra parte y mi artículo fue reproducido
por toda la prensa. La filosofía de todas las prisiones, de San Francisco de Kamtchatka, es
siempre ésta: Los grandes ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen. Un
solo hecho, por otra parte, bastará como cuadro de costumbres; hablaremos del trafico del
tabaco. Sabido es que esta prohibido fumar en toda prisión francesa. Y, sin embargo, fuma
aquel que quiere y puede; sólo que esta mercancía preciosa, que mastica primero, que en
seguida se fuma y que se absorbe como rapé en forma de ceniza, se vende al precio de
cuatro sueldos pitillo, a cinco francos el paquete de diez sueldos. ¿Y quién vende este
tabaco a los detenidos? ¡Unas veces los carceleros, otras los contratistas de trabajos! Sólo
que la tasa es exorbitante. He aquí, por otra parte, cómo se practica la operación. El
detenido se hace enviar cincuenta francos a nombre del carcelero. Este se queda con la
mitad de dicha suma y da el resto al interesado, pero en tabaco, y a precios por el estilo del
citado. El contratista, por su parte, muchas veces paga el trabajo en pitillos.
Y nótese bien que no sólo en Francia ocurre esto. La tarifa de la cárcel de Milbank, en
Inglaterra, es absolutamente igual: se paga más a veces. Trátase de un acuerdo
Advierto que, por mi parte, no doy a estos hechos gran importancia. Supongamos que se
permite a los detenidos asociarse para comprar alimentos, cual se hace en Rusia, y que la
administración no puede robarles nada. Supongamos que el tráfico del tabaco desaparece y
que éste es vendido a todo el mundo en el comedor. La prisión no dejará por eso de ser
prisión, y no cesará de ejercer su influencia deletérea.
Las causas de esta influencia son mucho más profundas.
Todo el mundo conoce la influencia deletérea de la ociosidad. El trabajo eleva al hombre.
Pero hay trabajo y trabajo. Hay el del ser libre, que permite a éste sentirse una parte del todo
inmenso del universo. Y hay el trabajo obligatorio del esclavo, que degrada al ser humano;
trabajo hecho con disgusto y sólo por temor a un aumento de pena. Y tal es el trabajo de la
prisión. No hablo del molino disciplinario inglés, en el que el hombre ha de andar como una
ardilla sobre una rueda ni de otros trabajos (tormentos) por el estilo. Eso no es otra cosa que
una baja venganza de la sociedad. Mientras que toda la humanidad trabaja para vivir, el
hombre que se ve obligado a hacer un trabajo que no le sirve para nada, se siente fuera de
la ley. Y si más adelante trata a la sociedad como desde fuera de la ley, no acusemos a
nadie sino a nosotros mismos. Las cosas no son más bellas cuando se toma en
consideración el trabajo útil de las prisiones. Ya dije por qué salario irrisorio trabaja allí el
obrero. En estas condiciones, el trabajo, que ya en sí no tiene ningún atractivo, porque no
hace funcionar las facultades mentales del trabajador, es tan mal retribuido, que llega a
considerarse como castigo. Cuando mis amigos anarquistas de Clairvaux hacían corsés o
botones de nácar, y ganaban 60 céntimos en diez horas de trabajo (60 céntimos que se
convertían en 30 después de que el Estado se apropiase su parte), comprendían muy bien el
disgusto que tal trabajo había de inspirar a un hombre condenado a hacerlo. ¿Qué placer
puede encontrarse en semejante labor? ¿Qué efecto moralizador puede ejercer ese trabajo,
cuando el preso se repite continuamente que no trabaja sino para enriquecer a un amo?
Cuando, al acabar la semana, recibe una peseta y 60 céntimos exclama, y con razón:
Decididamente, los verdaderos ladrones no somos nosotros; son los que aquí nos tienen.
Más aún. Nuestros compañeros no estaban obligados a trabajar; y, en ocasiones, por un
trabajo asiduo recibían una peseta. Y obraban de tal modo porque la necesidad les
impulsaba a hacerlo. Los que estaban casados, con el dinero aquel mantenían
correspondencia con sus esposas. La cadena que unía la casa con la cárcel no estaba rota,
y los que no estaban casados ni tenían una madre a quien sostener, sentían una pasión: la
del estudio; y trabajaban con la esperanza de poder comprar, llegado el fin del mes, el libro
deseado. Porque ¿dónde, sino en la cárcel puede estudiar el trabajador?.
Tenían una pasión. Pero ¿qué pasión puede experimentar un prisionero de derecho
común, privado de todo lazo que pudiera aficionarle a la vida exterior?. Por un refinamiento
de crueldad, los que imaginaron nuestras prisiones hicieron cuanto pudieron para interrumpir
toda relación entre el prisionero y la ciudad. En Inglaterra, la mujer y los hijos no pueden
verle más que una vez cada tres meses, y las cartas que han de escribir inspiran risa. Los
filántropos han llevado el desprecio a la naturaleza hasta no permitir al detenido que firme si
En las prisiones francesas, las visitas de los parientes no son tan severamente limitadas,
y en las prisiones centrales el director hasta se halla autorizado para permitir, en casos
excepcionales, la visita con sólo una verja por medio. Pero, las cárceles centrales están lejos
de las grandes poblaciones, y son las grandes ciudades las que procuran mayor número de
detenidos. Pocas mujeres disponen de medios para hacer un viaje a Clairvaux, a fin de tener
algunas cortas entrevistas con sus esposos. Así es que la mejor influencia a que el preso
podía ser sometido, la única que podría traerle de fuera un rayo de luz, un elemento más
dulce de vida, las relaciones con sus parientes, le es sistemáticamente arrebatada. Las
prisiones antiguas eran menos limpias, menos ordenadas que las de hoy; pero eran más
En la vida de un prisionero, vida gris que transcurre sin pasiones y sin emoción, los
mejores elementos se atrofian rápidamente. Los artesanos que amaban su oficio, pierden la
afición al trabajo. La energía física es rápidamente muerta en la prisión. La energía corporal
desaparece poco a poco, y no puedo encontrar mejor comparación para el estado del
prisionero, que la de la invernada en las regiones polares. Léanse los relatos de las
expediciones árticas, las antiguas, las del buen viejo Pawy o las de Ross. Hojeándolas,
sentiréis una nota de depresión física y mental, cerniéndose sobre todo aquel relato,
haciéndose más lúgubre cada vez, hasta que el sol reaparece en el horizonte. Ese es el
estado del prisionero. Su cerebro no tiene ya energía para una atención sostenida, el
pensamiento es menos rápido; en todo caso, menos persistente; pierde su profundidad. Un
informe americano hacía constar, no hace mucho, que mientras que el estudio de las
lenguas prospera en las prisiones, los detenidos son incapaces de aprender matemáticas. Y
es la pura verdad; eso es lo que ocurre.
A mi entender, puede atribuirse esta disminución de energía nerviosa a la carencia de
impresiones. En la vida ordinaria, mil sonidos y colores hieren diariamente nuestros sentidos;
mil menudencias llegan a nuestro conocimiento y estimulan la actividad de nuestro cerebro.
Nada de esto existe para el prisionero; sus impresiones son poco numerosas y siempre
iguales. De ahí la curiosidad del recluso. No puedo olvidar el interés con que observaba,
paseándome por el patio de la prisión, las variaciones de colores en la veleta dorada de la
fortaleza; sus tintes rosados, al ponerse el sol, sus colores azulados de por la mañana, su
aspecto indiferente en los días nublados y claros, por la mañana y por la tarde, en verano y
en invierno. Era aquélla una impresión completamente nueva. La razón es probablemente
quien hace que a los presos les gusten tanto las ilustraciones. Todas las impresiones
referidas por el recluso, provengan de sus lecturas o de sus pensamientos, pasan a través
de su imaginación. Y el cerebro, insuficientemente alimentado por un corazón menos activo
y una sangre empobrecida, se fatiga, se descompone, pierde su energía.
Hay otra causa importante de desmoralización en las prisiones, sobre la cual no se habrá
nunca insistido lo suficiente, porque es común a todas las prisiones e inherente al sistema de
la privación de la libertad. Todas las transgresiones a los principios admitidos de la moral,
pueden ser imputadas a la carencia de una firme voluntad. La mayoría de los habitantes de
las prisiones son personas que no tuvieron la firmeza suficiente para resistir a las
tentaciones que les rodeaban, o para dominar una pasión que llegó a dominarles. Pues bien,
en la cárcel, como en el convento, todo es apropiado para matar la voluntad del ser humano.
El hombre no puede elegir entre dos acciones; las escasísimas ocasiones que se ofrecen de
ejercer su voluntad, son excesivamente cortas; toda su vida fue regulada y ordenada de
antemano; no tiene que hacer sino seguir la corriente, obedecer, so pena de duros castigos.
En tales condiciones, toda la voluntad que pudiera tener antes de entrar en la cárcel,
desaparece. ¿Y dónde encontrará fuerza para resistir a las tentaciones que ante él surgirán,
como por encanto, cuando franquee aquellas paredes? ¿Dónde encontrará fuerza para
resistir al primer impulso de un carácter apasionado, si durante muchos años hizo todo lo
necesario para matar en él la fuerza interior, para volverle una herramienta dócil en manos
Este hecho es, a mi entender, la más fuerte condena de todo sistema basado en la
privación de la libertad del individuo. El origen de la supresión de toda libertad individual se
halla fácilmente: proviene del deseo de guardar el mayor número de presos con el más
reducido número de guardianes. El ideal de nuestras prisiones fuera un millar de autómatas
levantándose y trabajando, comiendo y acostándose por medio de corrientes eléctricas
De este modo se puede economizar; pero no admite luego que hombres, reducidos al
estado de máquinas, no sean, una vez libres, los hombres que reclama la vida en sociedad.
El preso, una vez libre, obra como aprendió a obrar en la cárcel. Las sociedades de
socorro nada pueden contra esto. Lo único que le es posible hacer es combatir la mala
influencia de las prisiones, matar sus malos efectos en algunos de los libertados. ¡Y qué
contraste entre la recepción de los antiguos compañeros y la de todo aquel que en el mundo,
se ocupa de la filantropía! Para los jesuitas, cristianos y filántropos, los prisioneros, cuando
libres, son como la peste. ¿Cuál de ellos le invitará a su casa y le dirá sencillamente: He ahí
un aposento, ahí tiene usted trabajo, siéntese usted a esa mesa y forme parte de nuestra
familia? Le hace falta sostén, fraternidad, no busca sino una mano amiga que estrechar.
Pero, después de haber hecho cuanto estaba en su poder para convertirle en enemigo de la
sociedad, después de haberle inoculado los vicios que caracterizan las prisiones, se le
vuelve a echar al arroyo, se le condena a tornarse reincidente.
Todos conocemos la influencia de un traje decente. Hasta un animal se avergonzaría de
presentarse entre sus semejantes si su exterior le hiciera verse ridículo. Y los hombres
comienzan por dar un exterior de loco al que pretenden moralizar. Recuerdo haber visto en
Lyon el efecto producido en los presos por los trajes que se les imponen. Los recién
llegados, atravesaban el patio en que me paseaba para entrar en el aposento en que se
cambia de ropa. Casi todos ellos eran obreros e iban vestidos pobremente; pero sus trajes
estaban limpios. Y cuando salieron con el innoble uniforme de la prisión, remendado con
trapos multicolores, un pantalón diez pulgadas más corto de lo debido, y con un mal gorro,
se les veía avergonzados de presentarse ante los demás, vestidos de aquella suerte.
Tal es la primera impresión del prisionero, que, mientras viva, se verá sometido a un
tratamiento que probará el mayor desprecio de los sentimientos humanos. En Dartmoose,
por ejemplo, los detenidos son considerados faltos del menor sentimiento de pudor. Se les
obliga a formar en fila, completamente desnudos, ante las autoridades de la prisión, y a
ejecutar en aquella forma una serie de movimientos gimnásticos. ¡Volveos! ¡Alzad los dos
brazos! ¡La pierna derecha!. Y así sucesivamente.
Un detenido no es un hombre capaz de tener un sentimiento de respeto humano. Es una
cosa, un simple número; se le considerará un objeto numerado.
Si cede al más humano de todos los deseos, el de comunicar una impresión o un
pensamiento a un compañero, cometerá una infracción de la disciplina. Y, por dócil que sea,
concluirá por cometer esta infracción. Antes de entrar en la cárcel, habrá podido causarle
repugnancia la mentira, engañar a uno; mas en la cárcel aprenderá a mentir y a engañar;
hasta llegará el día en que la mentira y el engaño sean para él una segunda naturaleza.
Y desgraciado del que no se somete si la operación del registro le humilla, si la misma le
repugna, si deja ver el desprecio que le inspira el guardián que trafica con tabaco, si parte su
pan con el vecino, si tiene aún la suficiente dignidad para irritarse al recibir un insulto, si es lo
suficientemente honrado para rebelarse contra las pequeñas intrigas; la prisión será un
infierno para él. Será sobrecargado de trabajo, si es que no se le envía a que se pudra en
una celda. La más pequeña infracción en la disciplina, tolerada en el hipócrita, le hará objeto
de los más duros castigos; será insubordinado. Y un castigo traerá otro. Se le conducirá a la
locura por medio de la persecución, y por feliz puede tenerse si sale de la prisión de otro
modo que en el ataúd. Vimos en Clairvaux cuál es la suerte del insumiso. Un aldeano,
reputado como tal, se pudría en el calabozo de castigo. Cansado de tal vida pegó a un
vigilante. Se le recomendó permaneciera en Clairvaux. Entonces se suicidó. Y careciendo de
un arma para hacerlo, se mató comiéndose sus propios excrementos. Fácil es escribir en los
periódicos que los vigilantes debieran ser severamente vigilados, que los directores debieran
elegirse entre las personas más dignas de aprecio. Nada tan fácil como hacer utopías
administrativas. Pero el hombre seguirá siendo hombre, lo mismo el guardián que el
detenido. Y cuando los hombres están sentenciados a pasar toda la vida en situaciones
falsas, sufrirán sus consecuencias. El guardián se torna meticuloso. En ninguna parte, salvo
en los monasterios rusos, reina un espíritu de tan baja intriga y de farsa, tan desarrollado
como entre los guardianes de las prisiones. Obligados a moverse en un medio vulgar, los
funcionarios sufren su influencia. Pequeñas intrigas, una palabra pronunciada por fulano,
forman el fondo de sus conversaciones. Los hombres son hombres, y no es posible dar a un
individuo una partícula de autoridad sin corresponderle. Abusará de ella, y le concederá
tanto menos escrúpulo, y hará sentir tanto más su autoridad, cuanto más limitada sea su
esfera de acción. Obligados a vivir en mitad de un campamento enemigo, los guardianes no
pueden ser modelos de atención y de humanidad. A la liga de los detenidos, oponen la liga
de los carceleros. La institución les hace ser lo que son: perseguidores ruines y mezquinos.
Poned a un Pestalozzi en su lugar (si es que un Pestalozzi es capaz de aceptar cargo tal), y
no tardará mucho en ser uno de tantos guardianes.
Rápidamente, el odio a la sociedad invade el corazón del detenido, quien se acostumbra
a aborrecer cordialmente a los que le oprimen. Divide el mundo en dos partes: aquella a que
pertenecen él y sus compañeros, y la en que figura el mundo exterior, representado por el
director, los guardianes y demás empleados. Entre los detenidos fórmase una liga contra los
que no visten el traje de prisionero. Aquellos son sus enemigos, y bien hecho está cuánto se
puede hacer y se hace para engañarles. Una vez libre, el detenido pone en práctica su
moral. Antes de estar preso hubiera podido cometer malas acciones sin reflexionar;
entonces tiene ya una filosofía propia, la cual puede resumirse en estas palabras de Zola:
¡Qué pícaros son los hombres honrados!
Sábese en qué horribles proporciones crecen los atentados al pudor en todo el mundo
civilizado. Muchas son las causas que contribuyen a este crecimiento, pero la influencia
pestilente de las prisiones ocupa el primer lugar. La perturbación provocada en la sociedad
por el régimen de la detención, es en este sentido más profunda que en ningún otro. Inútil
resulta extenderse en el asunto. En lo que a prisiones de niños respecta (la de Lyon, por
ejemplo), puede decirse que día y noche la vida de aquellos desgraciados está impregnada
de una atmósfera de depravación. Lo propio ocurre con las prisiones de adultos. Los hechos
que observamos durante nuestro cautiverio, exceden a cuanto pudiera idear la imaginación
más depravada. Es necesario haber estado mucho tiempo preso y haber escuchado las
confidencias de los otros reclusos para saber a qué estado de espíritu puede llegar un
detenido. Todos los directores de prisión saben que las cárceles centrales son las cunas de
las más sorprendentes infracciones de las leyes de la naturaleza. Y se incurre en un grave
error al creer que una reclusión completa del individuo en el régimen celular, puede mejorar
tal situación. Es una perversión del espíritu la causa de estos hechos; y la celda es el medio
mejor para dar aquella tendencia a la imaginación.
–– III ––
Si tomamos en consideración las varias influencias de la prisión sobre el prisionero,
debemos convenir en que, una a una, y todas juntas lo mismo, obran de manera que cada
vez tornan menos propio para la vida en sociedad al hombre que ha estado algún tiempo
detenido. Por otra parte, ninguna de estas influencias obra en el sentido de educar las
facultades intelectuales y morales del hombre, de conducirlo a una concepción superior de la
vida, de hacerle mejor que era al ser detenido.
La prisión no mejora a los presos; en cambio, según hemos visto, no impide que, los
denominados crímenes, se cometan; testigos, los reincidentes. No responde, pues, a
ninguno de los fines que se propone. He aquí el por qué de la pregunta: ¿Qué hacer con los
que desconocen la ley, no la ley escrita, que no es otra cosa que una triste herencia de un
pasado triste, sino la que trata de los principios de moralidad grabados en el corazón de
Y esa es la pregunta a que nuestro siglo ha de contestar.
Hubo un tiempo en que la medicina era el arte de administrar algunas drogas a tientas,
descubiertas por algunos experimentos. Los enfermos que caían en manos de los médicos
que administraban aquellas drogas, podían morir o sanar a pesar de ellos; pero el médico
tenía entonces una excusa: hacía lo que todos. No se podía exigir de él que superase a sus
contemporáneos. Pero nuestro siglo, apoderándose de cuestiones apenas entrevistas en
otro tiempo, ha tomado la medicina en otro sentido. En lugar de curar las enfermedades, la
medicina actual trata de evitarlas. Y todos nosotros conocemos los inmensos resultados
obtenidos de este modo. La higiene es el mejor de los médicos.
Pues bien, lo propio hemos de hacer en lo que atañe a ese fenómeno social que aún se
llama crimen, pero que nuestros hijos llamarán enfermedad social. Evitar esta enfermedad
será la mejor de las curaciones. Y la conclusión esta, se ha hecho ya el ideal de una escuela
que se ocupa en cuestiones de ese género.
Esta escuela, moderna, tiene ya toda una literatura. En sus filas militan los jóvenes
criminalistas italianos Poletti, Ferri, Colajanni y, hasta cierto punto, Lombroso; tenemos por
otra parte, esa gran escuela de psicólogos, en la que figuran Griesinger y Kraft-Ebbing en
Alemania, Despine en Francia y Mandsley en Inglaterra; contamos con sociólogos como
Quetelet y sus discípulos, desgraciadamente poco numerosos, y finalmente, hay, por una
parte, las modernas escuelas de psicología relativa al individuo, y por otra las escuelas
socialistas relativas a la sociedad. En los trabajos publicados por esos innovadores, tenemos
ya todos los elementos necesarios para tomar una posición nueva respecto a aquellos a
quienes la sociedad vilmente decapitara, ahorcara o apresara hasta la fecha. Tres grandes
series de causas trabajan constantemente para traducir los actos antisociales llamados
crímenes: las causas sociales, las causas antropológicas, las causas físicas.
Comienzo por estas últimas, que son las menos comunes, y cuya influencia es
Cuando se ve cómo un amigo lleva al correo una carta en cuyo sobre no ha puesto la
dirección, dícese uno que aquello es un olvido, un hecho imprevisto. Pues bien, ciudadanas
y ciudadanos; esos olvidos, ese hecho imprevisto, se repiten en las humanas sociedades
con la misma regularidad que los actos fáciles de prever. El número de cartas expedidas sin
señas se reproduce de año en año con una regularidad sorprendente. Podrá ese número
variar de un año a otro. Pero, si es, supongamos, de mil en una población de muchos
millones de habitantes, no será de dos mil, ni de ochocientos, el año próximo. Continuará
siendo siempre de cerca de mil, con variación de algunas decenas. Los informes anuales de
la oficina de correos de Londres son sorprendentes bajo este aspecto. Allí se repite todo,
hasta el número de billetes de Banco arrojados por los buzones en vez de cartas. ¡Ved qué
caprichoso elemento es el olvido! Y, sin embargo, este elemento está sometido a leyes tan
rigurosas como las que descubrimos en los movimientos de los planetas.
Lo propio ocurre con los asesinatos que se cometen de un año a otro. Con las
estadísticas de los años anteriores a la vista, de antemano puede predecirse el número de
asesinatos que se registrarán en el transcurso del año siguiente, en cualquier país europeo,
con una sorprendente exactitud. Y, si se toman en consideración las causas perturbadoras,
unas de las cuales aumentan, mientras las otras disminuyen las cifras, puede predecirse el
número de asesinatos que han de cometerse, unidades más o menos.
Hace algunos años, en 1884, La Naturaleza, de Londres, publicó un trabajo de S. A. Hill,
acerca del número de actos de violencia y de suicidios en las Indias inglesas. Todo el mundo
sabe que cuando hace mucho calor, y a la vez es húmedo el aire, el ser humano se halla
más nervioso que en cualquier otra ocasión. Pues bien; en la India, donde la temperatura es
excesivamente calurosa en verano, y donde el calor va ordinariamente acompañado de gran
humedad, la influencia enervante de la atmósfera se hace sentir mucho más que en nuestras
latitudes. Mr. Hill tomó las cifras de actos de violencia cometidos, mes por mes, en una larga
serie de años, y examinó la influencia de la temperatura y de la humedad valiéndose de
estas cifras. Por un procedimiento matemático muy sencillo, hasta pudo calcular una fórmula
que a cualquiera permite predecir el número de crímenes, con sólo consultar el termómetro y
el higrómetro, el instrumento que mide la humedad. Tómese la temperatura del mes y
multiplíquese por 7, agrégase al producto la humedad media, y multiplíquese la suma por 2;
el resultado será el número de asesinatos cometidos en el mes.
Puede hacerse lo propio para saber los suicidios. Semejantes cálculos deben parecer
muy extraños a los que todavía están de parte de los prejuicios legados por las religiones.
Mas, para la ciencia moderna, que sabe que los actos psicológicos dependen absolutamente
de las causas físicas, tales cálculos nada tienen de sorprendentes ni de dudosos. Por otra
parte, los que por experiencia conozcan la influencia enervante del calor, comprenderán
perfectamente por qué el indio, en un calor tropical y húmedo, saca pronto el cuchillo para
acabar una disputa, y por qué, cuando se halla disgustado de la vida, se apresura a
La influencia de las causas físicas en nuestros actos, hállase muy lejos de haber sido
completamente analizada. Y, sin embargo, es cosa muy conocida, que los actos de violencia
contra personas predominan en verano, mientras que en invierno son más los actos
Cuando se examinan las curvas trazadas por el doctor E. Ferri, y se ve la de los actos de
violencia, subiendo y bajando con la curva de la temperatura, siguiéndola en todas sus
vueltas, siéntese uno vivamente impresionado por la similitud de las dos curvas, y se
comprende hasta qué punto es el hombre una máquina. El ser humano, que hace alarde de
su libre arbitrio, depende de la temperatura, del viento y de la lluvia, como todo ser orgánico.
Evidente es que tales investigaciones hállanse erizadas de dificultades. Los efectos de las
causas físicas son siempre muy complicados. Así, cuando el número de delitos sube y baja
con la cosecha de trigo o de vino, las influencias físicas no obran sino indirectamente, por
medio de las causas sociales ¿Quién sospechará, pues, de tales influencias? Cuando es el
tiempo bueno y abundante la cosecha, cuando los lugareños están contentos, indudable es
que se sentirán menos impulsados a ventilar sus rencillas a puñaladas; mientras que si es el
tiempo pesado y la cosecha mala, lo cual torna al lugareño menos tratable, las disputas
tomarán, indudablemente, un carácter más violento. Me parece, por otra parte, que las
mujeres, que constantemente tienen ocasión de observar el bueno y el mal humor de sus
maridos, podrían decirnos algo acerca de las relaciones entre el bueno y el mal humor y el
Las causas fisiológicas, las que dependen de la estructura del cerebro y de los órganos
digestivos, así como del estado del sistema nervioso del hombre, son ciertamente más
importantes que las causas físicas. Y mucho se ha hablado de ellas en estos últimos
La influencia de las capacidades heredadas por el hombre de sus padres y la de su
organización física sobre sus actos, fueron, no ha mucho, objeto de investigaciones tan
profundas, que hoy podemos formarnos una idea bastante justa de este conjunto de causas.
Cierto que no podemos aceptar las conclusiones de la escuela criminalista italiana, que de
estas cuestiones se ha ocupado; que no podemos admitir las conclusiones del doctor
Lombroso, uno de los más conocidos representantes de la escuela, especialmente aquellas
a que llegara en su obra sobre el aumento de la criminalidad, publicada en 1879. Pero
podemos tomar de ellas los hechos, reservándonos el derecho de interpretarlos a nuestro
Cuando Lombroso nos demuestra que la mayoría de los habitantes de nuestras prisiones
tienen algún defecto en la organización del cerebro, nosotros no podemos hacer otra cosa
que inclinarnos ante tal afirmación. Trátase de un hecho; nada más que de un hecho. Hasta
nos hallamos dispuestos a creer cuando afirma que la mayoría de los habitantes de las
prisiones tienen los brazos algo más largos que el resto de los hombres. Y aún cuando
demuestra que los asesinatos más brutales fueron cometidos por individuos que tenían
algún vicio serio en la estructura de su cerebro, es esta una afirmación que la observación
Mas, cuando Lombroso quiere deducir de estos hechos conclusiones a las que no puede
prestar autoridad; cuando, por ejemplo, afirma que la sociedad tiene el derecho de tomar
medidas contra los que encierran tales defectos de organización, negámonos a imitarle. La
sociedad no tiene ningún derecho que le permita exterminar a los que cuentan con un
cerebro enfermo, ni reducir a prisión a los que tengan los brazos algo más largos de lo
ordinario. De buen grado admitimos que los que han cometido actos atroces, actos de
aquellos que por instantes perturban la conciencia de toda la humanidad, fueran casi idiotas.
La cabeza de Frey, por ejemplo, que dio hace algún tiempo, la vuelta a toda la prensa, es
una prueba sorprendente de lo dicho. Pero todos los idiotas no son asesinos. Y pienso que
el más rabioso de los criminales de la escuela de Lombroso retrocedería ante la ejecución
en conjunto de todos los idiotas que hay en el mundo. ¡Cuántos de ellos están libres, unos
vigilados y otros vigilando! ¡En cuántas familias, en cuántos palacios, sin hablar de las casas
de curación, nos encontramos idiotas que ofrecen los mismos rasgos de organización que
Lombroso considera característicos de la locura criminal!.
Toda la diferencia entre éstos y los que fueran entregados al verdugo, no es sino la
diferencia de las condiciones en que vivieran. Las enfermedades del cerebro pueden
ciertamente favorecer el desarrollo de una inclinación al asesinato. Pero éste no es obligado.
Todo dependerá de las circunstancias en que sea colocado el individuo que sufre una
enfermedad cerebral. Frey murió guillotinado, porque toda una serie de circunstancias le
impulsaron hacia el crimen. Cualquier otro idiota morirá rodeado de su familia, porque en su
vida no se le empujó nunca hacia el asesinato.
Nos negamos, pues, a aceptar las conclusiones de Lombroso y de sus discípulos. Pero
reconocemos que, popularizando este género de investigaciones, prestó un inmenso
servicio. Porque para todo hombre inteligente, resulta, de hechos que acumulará, que la
mayoría de los que fueron tratados como criminales, no son sino seres a quienes aqueja una
enfermedad, y a los que, por lo tanto, es necesario intentar curar prodigándoles los mejores
cuidados, en lugar de llevarlos a la prisión, donde su enfermedad no hará otra cosa que
Mencionaré aún las investigaciones de Mansdley sobre la responsabilidad en la locura.
También caben aquí muchas observaciones que hacer en cuanto a las conclusiones del
autor; conclusiones que no valen lo que los hechos. Mas no puede leerse la citada obra sin
deducir que la mayoría de los hasta hoy condenados por actos de violencia, fueron
sencillamente hombres a quienes aquejaba una enfermedad cerebral más o menos grave;
casi todos de anemia del cerebro; no de plétora, como me decía Elíseo Reclús no hace
mucho, en el momento de separarme de él para venir a esta conferencia. Sí, de anemia,
resultante de la carencia de alimentación. El loco ideal creado por la ley, dice Mansdley, el
único que la ley reconoce irresponsable, no existe, como no existe el criminal ideal que la ley
castiga. Entre uno y otro hay una inmensa serie de gradaciones insensibles, que hacen que
unos se toquen, se confundan. ¡Y esos seres son conducidos a la prisión, donde se agrava
su enfermedad!. Hasta la fecha, las instituciones penales, tan queridas de los legistas y de
los jacobinos, no fueron más que un compromiso entre la antigua idea bíblica de venganza,
la idea de la Edad Media, que atribuía todas las malas acciones a una mala voluntad, a un
diablo, que impulsaba al crimen, y la idea de los modernos legistas, la idea de anular y de
evitar lo que llaman crimen por medio del castigo.
Pero seguro estoy de que no se halla lejos el tiempo en que las ideas que inspiraron
Griesinger, Kraft-Ebbing y Despine se hagan del dominio público; y entonces nos
avergonzaremos de haber permitido por espacio de tanto tiempo que los condenados fueran
puestos en manos del verdugo y en las del carcelero. Si los concienzudos trabajos de
aquellos escritores fueran más conocidos, todos comprenderíamos muy pronto que los seres
a quienes se envía a la prisión, a quienes se condena a muerte, son seres humanos que
Cierto que no proponemos construir casas de curación en vez de cárceles y presidios.
¡Lejos de mí tal idea! La casa de curación es una nueva prisión. Lejos de mí la idea lanzada
de cuando en cuando por los señores filántropos que proponen conservar la prisión, pero
confiándosela a médicos y pedagogos. Los prisioneros serían todavía más desgraciados;
saldrían de aquellas casas más quebrantados que de las prisiones que hoy conocemos. Lo
que los presos de hoy no han encontrado en la sociedad actual es sencillamente una mano
fraternal que les ayudara desde la infancia a desarrollar las facultades superiores del
corazón y de la inteligencia, facultades cuyo desarrollo natural fuera estorbado en ellos bien
por un defecto de organización, anemia del cerebro o enfermedad del corazón; del hígado o
del estómago, bien por las execrables condiciones sociales que actualmente se imponen a
millones de seres humanos. Pero estas facultades superiores del corazón y de la inteligencia
no pueden ser ejercitadas si el hombre se halla privado de libertad, si no puede obrar como
guste, si no sufre las múltiples influencias de la sociedad humana.
La prisión pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y
La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las
enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen.
Tomad aparte a ese hombre, el cual ha cometido un acto de violencia contra uno de sus
semejantes. El juez, ese maniático, pervertido por el estudio del Derecho romano, se
apodera de él y se apresura a condenarle, y le envía a la prisión. Sin embargo, si analizáis
las causas que impulsaron al condenado a cometer aquel acto de violencia, veréis (como lo
notó Griesinger) que el acto de violencia tuvo sus causas, y que estas causas trabajaban
hacía mucho tiempo, bastante antes de que aquel hombre cometiera el acto en cuestión. Ya
en su vida anterior se traslucía cierta anomalía nerviosa, un exceso de irritabilidad: tan
pronto, por una bagatela, expresaba con calor sus sentimientos, como se desesperaba a
causa de una pena mínima, como se enfurecía a la menor contrariedad. Pero esta
irritabilidad era a su vez causada por una enfermedad cualquiera: una enfermedad del
cerebro, del corazón o del hígado, con frecuencia heredada de sus padres. Y,
desgraciadamente, nunca hubo nadie que diera mejor dirección a la impresionabilidad de
aquel hombre. En mejores condiciones, hubiera podido ser un artista, un poeta o un
propagandista celoso. Pero, falto de aquellas influencias, en un medio desfavorable, se hizo
Más aún. Si cada uno de nosotros se sometiera a sí mismo a un severo análisis, vería que
en ocasiones pasaron por su cerebro, rápidos como el relámpago, gérmenes de ideas, que
constituían, no obstante, aquellas mismas ideas que impulsan al hombre a cometer actos
Muchos de nosotros habremos repudiado esas ideas en cuanto nacieron. Pero, si
hubiesen hallado un medio propicio en las circunstancias exteriores; si otras pasiones más
sociables y, sin embargo, bellas, tales como el amor, la compasión, el espíritu de fraternidad,
no hubieran estado allí para apagar los resplandores del pensamiento egoísta y brutal, esos
relámpagos, a fuerza de repetirse, hubieran acabado por conducir al hombre a un acto de
brutalidad. Los criminalistas gustan mucho de hablar hoy de criminalidad hereditaria; y los
hechos citados en prueba de este aserto (por Thompson, en un periódico inglés de Ciencia
natural, hacia 1870), son verdaderamente extraordinarios. Pero, veamos. ¿Qué es lo que
¿Sería acaso un chichón de criminalidad? Absurdo fuera afirmarlo. Lo que se hereda es
una carencia de voluntad, cierta debilidad de aquella parte del cerebro que analiza nuestras
acciones, o bien pasiones violentas, o bien cariño a lo arriesgado, o bien una vanidad más o
menos excesiva. La vanidad, por ejemplo, combinada con el cariño a lo arriesgado, es un
rasgo muy común en las prisiones. Pero la vanidad tiene campos muy variados para
explayarse. Puede producir un criminal como Napoleón o el asesino Frey. Pero si se halla
asociada a otras pasiones de orden más elevado, también puede producir hombres de
talento; y, lo que es aún más importante, la vanidad desaparece bajo el examen de una
inteligencia bien desarrollada. Los necios son los únicos vanidosos.
En cuanto al cariño a lo arriesgado que es uno de los rasgos distintivos de los que son
juzgados por malas acciones de gran importancia, tal cariño, bien encaminado por las
influencias exteriores, tórnase una fuente benéfica para la sociedad. El impulsa a los
hombres a los viajes lejanos, a las empresas peligrosas. ¡Cuántos de los que hoy pueblan
nuestras prisiones hubieran hecho grandes descubrimientos o exploraciones peligrosas, si
su cerebro, armado de conocimientos científicos, les hubiera podido abrir más vastos
horizontes que los que se abren ante el niño cuando habita uno de nuestros estrechos
callejones y recibe por toda instrucción el inútil bagaje de nuestras escuelas!. El cristianismo
trata de ahogar las malas pasiones. La sociedad futura, Fourier lo había previsto, les utilizará
¡Cuántas buenas pasiones no se encontrarían en la población actual de las cárceles y
presidios, si fraternales relaciones, sólo fraternales relaciones, las despertasen! El doctor
Campbell, que durante treinta años fue médico en varias prisiones inglesas, nos dice:
Tratando a los prisioneros con dulzura y con tanta consideración como si fuesen delicadas
señoras, siempre reinará el orden más completo en el hospital. Hasta los prisioneros más
groseros me sorprendían por los cuidados que a los enfermos prodigaban. Se podría creer
que sus costumbres desordenadas y su vida accidentada les han vuelto duros e indiferentes.
Mas, a pesar de eso, han conservado un vivo sentimiento del bien y del mal y otras personas
honradas confirman lo que dice el doctor Campbell.
Pero el secreto de ello es sencillísimo. El enfermero del hospital ––me refiero al enfermero
ocasional que aún no se ha hecho funcionario–– tiene ocasión de ejercitar sus buenos
sentimientos, tiene ocasión de compadecerse, y en el hospital goza de una libertad que
desconocen los otros presos. Además, aquellos de que habla Campbell se hallaban bajo la
influencia de aquel hombre excelente, y no bajo la de policías retirados.
–– IV ––
En una palabra, las causas fisiológicas, de las que tanto hemos hablado en estos últimos
tiempos, no son de las que menos contribuyen a hacer que el individuo sea conducido a la
prisión. Pero estas no son causas de criminalidad propiamente dicha, como tratan de hacerlo
creer los criminalistas de la escuela de Lombroso.
Estas causas, mejor dicho, estas afecciones del cerebro, del corazón, del hígado, del
sistema cerebro espinal, etc., trabajan constantemente en todos nosotros. La inmensa
mayoría de los seres humanos tienen alguna de las enfermedades mencionadas, pero estas
enfermedades no llevan al hombre a cometer un acto antisocial sino cuando circunstancias
exteriores dan ese giro mórbido al carácter.
Las prisiones no curan las afecciones fisiológicas; lo que hacen es agravarlas. Y cuando
uno de tales enfermos sale de la cárcel o del presidio, es aún menos propio para la vida en
sociedad que cuando entrara; siéntese todavía más inclinado a cometer actos antisociales.
Para impedir tal efecto será necesario aligerarle de todo el daño que causara la prisión;
borrar toda la masa de cualidades antisociales que le inculcara el presidio. Todo esto puede
hacerse, puede intentarse al menos. Más entonces, ¿por qué comenzar por volver al hombre
peor de lo que era, si, andando el tiempo, ha de ser necesario destruir la influencia de la
Pero si las causas físicas ejercen tan poderosa influencia sobre nuestros actos, si nuestra
organización fisiológica es con frecuencia la causa de los actos antisociales que cometemos,
¡cuánto más poderosas no son las causas sociales, de las que ahora voy a hablar!.
Los que los romanos de la decadencia llamaban bárbaros, tenían una excelente
costumbre. Cada grupo, cada comunidad, era responsable ante las otras de los actos
antisociales cometidos por uno de sus individuos. Y tan plausible costumbre desapareció,
como desaparecen otras tan buenas y mejores. El individualismo ilimitado ha substituido al
comunismo de la antigüedad franco-sajona. Pero volveremos a él. Y otra vez los espíritus
más inteligentes de nuestro siglo ––trabajadores y pensadores–– proclaman en voz alta que
la sociedad entera es responsable de todo acto antisocial en su seno cometido. Tenemos
nuestra parte de gloria en los actos y en las reproducciones de nuestros héroes y de
nuestros genios. La tenemos también en los actos de nuestros asesinos.
De año en año, millares de niños crecen en la suciedad moral y material de nuestras
ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbre y
holganza, junto a la lujuria que inunda nuestras grandes poblaciones.
No saben lo que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran
en la vida sin conocer un empleo razonable de sus jóvenes fuerzas. El hijo del salvaje
aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña.
Nada de esto hay para el hijo del proletario que vive en el arroyo. Por la mañana, el padre y
la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende
ningún oficio; y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil. No está mal que los que
habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Mas yo les diría: Si
vuestros hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del pobre,
¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna!. Cuando vemos crecer de este modo la
población infantil de las grandes ciudades, solamente una cosa nos admira: que tan pocos
de aquellos niños se hagan ladrones y asesinos. Lo que nos sorprende es la profundidad de
los sentimientos sociales de la humanidad de nuestro siglo, la hombría de bien que reina en
el callejón más asqueroso. Sin eso, el número de los que declaran la guerra a las
instituciones sociales sería mucho mayor. Sin esa hombría de bien, sin esa aversión a la
violencia, no quedaría piedra sobre piedra de los suntuosos palacios de nuestras ciudades.
Y, del otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en el arroyo? Un lujo inimaginable,
insensato, estúpido. Todo ––esos almacenes lujosos, esa literatura que no cesa de hablar
de riqueza y de lujo, ese culto del dinero––, todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el
amor al lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, a destrozar el producto del
Cuando hay barrios enteros en los que cada casa le recuerda a uno que el hombre
continúa siendo animal, aún cuando oculte su animalidad bajo cierto aspecto; cuando el
lema es ¡Enriqueceos! ¡Aplastad cuanto encontréis a vuestro paso, buscad dinero por todos
los medios, excepto por el que conduce ante un tribunal! Cuando todos, del obrero al
artesano, oyen decir todos los días, que el ideal es hacer trabajar a los demás y pasar la
vida holgando; cuando el trabajo manual es despreciado, hasta el punto de que nuestras
clases directoras prefieren hacer gimnasia a tomar en la mano una sierra o una pala; cuando
la mano callosa es considerada señal de inferioridad, y un traje de seda significa
superioridad; cuando, por último, la literatura sólo sabe desarrollar el culto de la riqueza y
predicar el desprecio al utopista y al soñador que la desdeña; cuando tantas causas trabajan
para inculcarnos instintos malsanos, ¿quién es capaz de hablar de herencia? La sociedad
misma fabrica a diario esos seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo, esos
seres imbuidos de sentimientos antisociales. Y hasta los glorifica cuando sus crímenes se
ven coronados por el éxito, enviándoles al cadalso o a presidio cuando lo hicieron mal.
He aquí las verdaderas causas de los actos antisociales en la sociedad. Cuando la
revolución haya completamente modificado las relaciones del Capital y del Trabajo; cuando
no haya ociosos y todos trabajemos, según nuestras inclinaciones, en provecho de la
comunidad; cuando el niño haya sido enseñado a trabajar con sus brazos, a amar al trabajo
manual, mientras su cerebro y su corazón adquieran el normal desarrollo, no necesitaremos
El hombre es un resultado del medio en que crece y pasa la vida. Acostúmbrese al trabajo
desde su infancia; acostúmbrese a considerarse como una parte de la humanidad;
acostúmbrese a comprender que en esa inmensa familia, no se puede hacer mal a nadie sin
sentir uno mismo los resultados de su acción; que el amor a los grandes goces ––los más
grandes y duraderos–– que nos procuran el arte y la ciencia sean para él una necesidad, y
segurísimos estad de que entonces habrá muy pocos casos en los que las leyes de
moralidad inscritas en el corazón de todos, sean violadas.
Las dos terceras partes de los hombres hoy condenados como criminales cometieron
atentados contra la propiedad. Estos desaparecerán con la propiedad individual. En cuanto a
los actos de violencia contra las personas, ya van disminuyendo conforme aumenta la
sociabilidad, y desaparecerán cuando nos las hayamos con las causas en vez de
habérnoslas con los efectos. Cierto es que en cada sociedad, por bien organizada que sea,
habrá algunos individuos de pasiones más intensas, y que esos individuos se verán de
cuando en cuando impulsados a cometer actos antisociales.
Mas esto puede impedirse, dando mejor dirección a aquellas pasiones. En la actualidad
vivimos demasiado aislados. El individualismo propietario ––esa muralla del individuo contra
el Estado–– nos ha conducido a un individualismo egoísta en todas nuestras mutuas
relaciones. Apenas nos conocemos; no nos encontramos sino ocasionalmente; nuestros
puntos de contacto son excesivamente raros.
Pero hemos visto en la historia, y seguimos viéndolos, ejemplos de una vida común más
íntimamente ligada. La familia compuesta, en China, y las comunidades agrarias, son
ejemplos en apoyo de lo dicho. Allí, los hombres se conocen unos a otros. Por la fuerza de
las cosas, se ven obligados a ayudarse mutuamente en los órdenes moral y material.
La vieja familia basada en la comunidad de origen, desaparece. En esta familia, los
hombres se verán obligados a conocerse y ayudarse, a apoyarse moralmente en toda
ocasión. Y este apoyo neutro bastará para impedir la masa de actos antisociales que hoy se
Y, sin embargo ––se nos dirá–– quedarán siempre individuos ––enfermos si queréis––
que serán un peligro constante para la sociedad. ¿No sería bueno desembarazarse de ellos
de un modo o de otro, o por lo menos impedir que perjudiquen a los demás?. Ninguna
sociedad, por poco inteligente que sea, conciliará este absurdo. Y he aquí por qué:
Antiguamente, los alienados eran considerados como seres parecidos al demonio, y se
les trataba como a tales. Se les tenía encadenados en lóbregos sótanos, en argollas
adheridas a la pared, cual si se tratase de fieras. Vino Plinel, un hijo de la Gran Revolución, y
se atrevió a quitarles las cadenas y aún a tratarles como a hermanos. ¡Os devorarán!
gritábanle los guardianes. Pero Plinel se atrevió. Y los que todos creían fieras, agrupáronse
en torno de Plinel, a quien probaron con su actitud que había tenido razón al suponer que en
ellos dominaba la parte mejor de la naturaleza humana, aún cuando la inteligencia estuviese
llena de sombras, efecto de la enfermedad. En lo sucesivo, la causa de la humanidad triunfó
en toda la línea; se cesó de encadenar a los alienados. Desaparecieron las cadenas. Pero
los asilos ––esa otra forma de prisiones–– subsistieron; y dentro de aquellos asilos se
desarrolló un sistema tan malo como el de las cadenas.
Entonces, los aldeanos ––sí, los aldeanos del pueblecillo belga de Gheel, y no los
médicos–– hablaron cosa mejor. Dijeron: Enviadnos vuestros alienados; les daremos
libertad absoluta. Y les hicieron formar parte de sus familias; les dieron un sitio en sus
mesas, una herramienta con que trabajar en sus tierras, y les dejaron tomar parte en los
bailes campestres de la juventud de aquellos lugares. ¡Comed, trabajad, bailad con nosotros!
¡Corred por los campos, sed libres! Este era todo el sistema, toda la ciencia del aldeano
Y la libertad hizo un milagro. Aún aquellos que tenían una lesión incurable tornábanse
dulces, tratables, miembros de la familia como los demás. El cerebro enfermo trabajaba de
un modo anormal; pero el corazón era el corazón de los otros seres humanos.
Se oyó la palabra milagro; se atribuyeron las curaciones a un santo, a una virgen. Pero
esta virgen era la libertad; este santo era el trabajo de los campos, el tratamiento fraternal.
El sistema tiene discípulos. En Edimburgo se me dio el placer de presentarme al doctor
Mitahell, un hombre que ha dado su vida por aplicar el mismo régimen libertario a los
alienados de Escocia. Tuvo que vencer prejuicios; se luchó contra él, empleando los mismos
argumentos que hoy se emplean contra nosotros; pero él venció. En 1886, unos 2.200
alienados escoceses gozaban de libertad, hallándose establecidos en familias privadas, y
comisiones de sabios, que habíanle estudiado, elogiaban el sistema. ¡Ya lo veo! Ninguna
medicina fuera capaz de competir con la libertad, con el trabajo libre, con el tratamiento
fraternal. En uno de los límites del inmenso espacio entre la enfermedad mental y el crimen,
de que Mansdley nos habla, la libertad y el tratamiento fraternal hicieron un milagro. Lo
propio harán en el otro límite; en el que se coloca actualmente el crimen.
La prisión no tiene razón de ser. Y todos los que aquí estáis, sentís lo mismo que yo;
porque si a los padres y a las madres que veo preguntara quién sueña para su hijo un
porvenir de carcelero, ni una sola voz me respondería.
Cualesquiera que sea el sueño del padre y de la madre, no llegarían a desear para su hijo
una colocación de guardián de presos, de verdugo. Y en este desprecio está la
condenación absoluta del sistema de las prisiones y de la pena de muerte.
En la actualidad, la prisión es posible porque, en nuestra sociedad abyecta, el juez puede
hacer carcelero o verdugo a un miserable salariado. Pero si el juez hubiera de vigilar a sus
condenados, si hubiera él de matar a los que manda aplicar quitar la vida, seguros estad de
que esos mismos jueces encontrarían las prisiones insensatas y criminal la pena de muerte.
Y esto me hace decir una palabra respecto al asesinato legal, que denominan pena capital
Este asesinato no es sino un resto del principio bárbaro enseñado por la Biblia, con su ojo
por ojo, diente por diente. Es una crueldad inútil y perjudicial para la sociedad.
En Siberia, donde millares de asesinos se hallan en libertad después de haber cumplido
su condena ––o sin haberla cumplido, porque a millares huyen los presos en las selvas
siberianas––, se encuentra uno tan seguro como en las calles de una gran ciudad. En
Siberia, donde se conoce de cerca a los asesinos, generalmente son éstos considerados la
mejor clase de la población. Veréis al ex asesino sirviendo de cochero particular, y notaréis
que la madre confía sus hijos a un hombre que fuera desterrado por matar a otro. Cosa de
notar es que el parricida irlandés Davitt, que conoce muy a fondo las prisiones inglesas,
sintió la misma impresión. Los asesinos que encontrara eran tan considerados como los
hombres más respetables en las prisiones. Y esto se explica. Hablo, evidentemente, de los
que asesinaron en un momento de arrebato; porque los asesinatos combinados con el robo,
son pocas veces hijos de la premeditación; en su mayoría son accidentales.
Por numerosas que sean las ejecuciones de los revolucionarios en Rusia (más de 50
desde 1879), la pena de muerte no se impone en dicha nación por los delitos de derecho
común. Fue abolida hace más de un siglo; y el número de asesinatos no es mayor en Rusia
que en el resto de las naciones europeas: por el contrario, es menor. Y en ninguna parte se
ha notado que el número de asesinatos aumente cuando la pena de muerte es abolida.
Luego la tal pena es una barbarie absolutamente inútil, mantenida por la vileza de los
hombres. Sé que todos los socialistas condenan la pena de muerte. Pero entre los
revolucionarios que no son anarquistas se oye a veces hablar de ella como de un medio
supremo para purificar la sociedad; he conocido jóvenes que soñaban con llegar a ser unos
Fouquier-Tinville de la Revolución Social, que se admiraban de antemano hablando a un
tribunal revolucionario, y pronunciaban con gesto estudiado las clásicas palabras:
Ciudadanos, pido la cabeza de Fulano. Pues bien; para anarquista convencido, semejante
papel sería repugnante. En lo que a mí se refiere, comprendo perfectamente las venganzas
populares; comprendo que caigan víctimas en la lucha; comprendo al pueblo de París
cuando, antes de echarse a las fronteras, extermina en las prisiones a los aristócratas que
preparaban con el enemigo el fin de la Revolución; comprendo lo de la Jacquerie, y al que
censurase a ese pueblo le haría esta pregunta: ¿Habéis sufrido como ellos, con ellos?. Si no
es así, tened, al menos, el pudor de guardar silencio. Pero el procurador de la República
pidiendo tranquilamente la cabeza de un ciudadano rodeado de gendarmes y confiando a un
verdugo, pagado a tanto por operación, el cuidado de cortar aquella cabeza, ese procurador
es para mi tan repugnante como el procurador del rey, y le digo: Si quieres la cabeza de ese
hombre, tómala. Sé acusador, sé juez, si quieres; ¡mas sé también verdugo!. Si te limitas a
pedir la cabeza, a pronunciar la sentencia; si te apropias el papel teatral y abandonas a un
miserable la faena de la ejecución, no eres sino un ruin aristócrata que se considera superior
al ejecutor de sus sentencias. Eres peor que el procurador del rey, porque de nuevo
introduces la desigualdad, la peor de las desigualdades, después de haber hablado en
Cuando el pueblo se venga, nadie tiene derecho a ser juez. Sólo su conciencia puede
juzgarle. Pero, al procurador que quiere hacer asesinar fríamente, con todo el aparato
abyecto de los tribunales, una cosa tenemos que decirle: No te hagas el aristócrata. Sé
verdugo, si es que quieres ser juez. ¿Hablas de igualdad? ¡Pues igualdad! ¡No queremos la
aristocracia del tribunal junto a la plebe del cadalso!.
Resumo. La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario,
aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se
quiera, siempre será una privación de libertad, un medio ficticio como el convento, que torna
al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se
propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer. Es un resto de barbarie, con mezcla de
filantropismo jesuítico; y el primer deber de la Revolución será derribar las prisiones; esos
monumentos de la hipocresía y de la vileza humana.
En una sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales trabajen
para todos, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan mutuamente
en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no podrán producirse. El gran
número no tendrá razón de ser, y el resto será ahogado en germen. En cuanto a los
individuos de inclinaciones perversas que la sociedad actual nos legue, deber nuestro será
impedir que se desarrollen sus malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo honrado
y práctico será siempre el trato fraternal, el sostén moral, que encontrarán de parte de todos,
la libertad. Esto no es utopía; esto se hace ya con individuos aislados, y esto se tornará
práctica general. Y tales medios serán más poderosos que todos los códigos, que todo el
actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos antisociales, de
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