Los diminutivos en español: aspectos morfológicos, semánticos y pragmáticos. Los valores estilísticos de los diminutivos y la teoría de la cortesía verbal1
Para Luis Luque, colega y amigo, con mi afecto y gratitud
1. El concepto de diminutivo
Los diminutivos se expresan en español (y en las otras lenguas
románicas) por medio de sufijos específicos. Se integran, pues, dentro de un tipo de proceso de formación de palabras que denominamos sufijación y que consiste en añadir un morfema a la base léxica de una palabra, pospo-niéndolo a ella: por ej., de niñ- > niñ-ito o, con otros tipos de sufijos –no solo diminutivos–, de caball- > caball-ero, caball-ería, caball-ejo, caball-ito. La sufijación y la prefijación (procedimiento de formación de palabras consistente en anteponer un morfema prefijo a la base léxica de una palabra: por ej., de leer > re-leer, de guerra > pos(t)-guerra) se engloban, como procedimientos de formación de palabras, en la derivación, que se diferencia de la composición por el hecho de que utiliza afijos para formar nuevas
1 El presente trabajo recoge, sustancialmente, la ponencia que expuse en la Universidad Ca’ Foscari (Treviso) en marzo de 2009, dentro del Curso organizado y dirigido por el Prof. Luis Luque que se recoge en este volumen. Quiero expresar aquí mi agradecimiento al Dr. Luque por su cordial invitación y por su apoyo en la redacción definitiva de mi texto. He mantenido algunos rasgos típicos de la oralidad (es decir, de la exposición directa) que reflejan el original.
palabras, mientras que esta última consiste en reunir, en una sola palabra, dos bases léxicas, las cuales pueden funcionar independientes en la lengua: por ej., de boca y calle > bocacalle ‘calle lateral respecto de otra, transversal, que se toma como referencia’. La derivación (también llamada afijación) y la composición constituyen los procedimientos de formación de palabras más productivos del español, si bien deben señalarse igualmente, como otros tipos de formación de palabras: la parasíntesis (adición simultánea de un prefijo y un sufijo a la base léxica de una palabra: por ej, des-alm-ado –ni “desalma” ni “almado” son palabras actualizadas en español–; a-mulat-ado –tampoco “amulata” ni “mulatado” son palabras de uso en español–), el acortamiento (bici, por bicicleta; peli, por película; seño, por señorita), etc. (cf. Alvar Ezquerra, 1993, donde se determinan y clasifican todos los tipos de formación de palabras mencionados junto a otros, como la acronimia y la siglación –v. gr., flexiguridad ‘flexibilidad + seguridad’; AVE ‘Alta Velocidad Española’–, y otros más que resultan más claramente relacionados con la fijación sintagmática –piso piloto, etc.).
Los diminutivos son enormemente productivos en las lenguas románicas,
la excepción es el francés, que utiliza mucho menos este tipo de sufijación. En español, según indica Lázaro Mora (1999) –la síntesis más completa y reciente, hasta donde conozco, sobre los diminutivos–, los sufijos diminutivos son los siguientes: -ito, -ita (perrito, casita); -ico, -ica (cestico, mesica); -illo, -illa (trenecillo, jarrilla); -ete, -eta (chiquete, chiqueta); -ín, -ina (mocín, mocina); así como -ejo, -eja (tomatejo, cebolleja); -uelo, -uela (chicuelo, chicuela) (loc. cit.: 4648). A ellos podríamos añadir -iño, -iña (besiño, graciñas), que, con todo, se consideran, más bien, propios del gallego. (También deberíamos advertir que, para algunos hablantes, -ejo, -eja parecen más formantes despectivos que diminutivos). Otros autores incluirían igualmente entre los sufijos diminutivos -ato (lobato ‘cría del lobo’, jabato ‘cría del jabalí’) y -ón (perdigón ‘cría de la perdiz’), pero hoy han perdido vitalidad como tales formantes (cf. González Ollé, 1962, donde se aborda el estudio de los diminutivos en castellano medieval).
Los diminutivos expresan aminoración o disminución respecto de la base
léxica a la que se posponen: una cajita nos lleva a pensar en una caja
pequeña. De hecho, si una persona, al entrar, por ejemplo, en el zoo ve un elefante adulto y dice: “Caramba, qué animalito”, inmediatamente pensaremos que está haciendo un uso irónico de la lengua, porque un elefante es un animal muy grande. Dicho esto, hay que subrayar que el valor significativo más frecuente de los diminutivos no se refiere esencialmente a la pequeñez o disminución de tamaño de las cosas, sino a la afectividad o a la emoción con que las percibimos: quien dice “Ya estoy en casita”, no expresa que está en una casa pequeña, sino que, por ejemplo, se encuentra feliz de volver a su casa o que en su casa se siente muy a gusto.
Son muchos los problemas que podríamos tratar en relación con los
diminutivos. En esta modesta exposición nos vamos a centrar, sin embargo, solamente en algunas cuestiones de tipo morfológico y, sobre todo, en el significado y los valores estilísticos de los diminutivos en español. Lo que pretendo fundamentalmente es mostrar la conexión que existe entre la estilística de los diminutivos (analizada en su día magistralmente por Amado Alonso –cf. infra-) y la teoría de la cortesía verbal (tal y como la exponen, sobre todo, Brown / Levinson, 1987 y Haverkate, 1994): el hecho de que el empleo de los diminutivos puede encajarse dentro de las estrategias de cortesía verbal en español (y en las lenguas que cuentan con este tipo de sufijos apreciativos).
2. Sobre las propiedades morfológicas de los diminutivos en español
Hemos visto que los diminutivos constituyen un tipo de formación de
palabras por sufijación –se expresan mediante sufijos–, los diminutivos son formaciones sufijadas. Pero es importante distinguir el tipo de sufijación que encarnan, pues es específica. En efecto, los diminutivos, como los aumentativos (casona; muchachote; perrazo) y los despectivos o peyorativos (cuartucho; tipejo; villorrio, etc.), se ajustan a la sufijación apreciativa, que se diferencia de la sufijación restante por el hecho de que no orienta la categoría lingüística de la base léxica a la que modifica: es decir, con -ita, por ejemplo, en casita, no determinamos la categoría lingüística de la base léxica a la que el sufijo modifica, pues casa y casita son, los dos,
sustantivos. Y algo análogo podemos percibir, entre la formación derivada y la base sin derivar, en las formaciones que ofrecemos a continuación: lejitos / lejos (los dos signos son adverbios); feíto / feo (ambos, adjetivos); leoncito / león (ambos, nombres o sustantivos); tipejo / tipo (ídem); mujerona / mujer (ídem), etc. Así pues, la sufijación apreciativa se considera derivación homogénea, en palabras de K. Togeby (cf. Togeby, 1965). Mientras que, en el resto de las formaciones por sufijación, el sufijo sí orienta la categoría lingüística de la base léxica a la que modifica: por ej., de bañar (verbo) > baño (sustantivo); de triste (adjetivo) > tristeza (nombre); o podemos comparar: lejos (adverbio), lejano (adjetivo), lejanía (nombre). La sufijación no apreciativa es, pues, una clase de derivación heterogénea (cf. Togeby, 1965)2. Pero el estatuto del proceso de formación léxica que representan los diminutivos no resulta tan claro como he expuesto hasta aquí: he simplificado mucho el asunto. La sufijación apreciativa presenta efectos funcionales análogos a los de la prefijación (que tampoco orienta la categoría lingüística de la base léxica a la que determina): cf. leer (verbo) > releer (verbo); guerra (nombre) > pos(t)guerra (nombre); caro (adjetivo) > supercaro (adjetivo). Puede plantearse, en esa línea, si la sufijación apreciativa no debería considerarse análoga a la prefijación: ¿los sufijos apreciativos serían, entonces, un tipo de prefijos invertidos, incluidos tras la base léxica que determinan? A su vez, Lázaro Mora (1999: 4658-4662), analizando, además, críticamente las propuestas de otros autores, plantea si la índole morfológica de los diminutivos es propiamente la de infijos (más bien que la de sufijos) dado el peculiar comportamiento de los diminutivos, que, a diferencia de otros sufijos –incluso apreciativos, como los aumentativos o los despectivos–, copian, a menudo, la terminación de la palabra a la que afectan, independientemente de su género (comp.: cura / curita / curazo; moto /motito / motona / motuja, etc., ejemplos de Lázaro Mora, 1999: 4657). Pero dejemos este tipo de cuestiones para otra ocasión (vid., para más detalles sobre el proceso de formación de los diminutivos, Lázaro Mora, loc. cit.: 4662-4672).
2 Para otros aspectos relacionados con el estatuto de la sufijación y sus diversos tipos, cf. Monge (1997).
De entre los aspectos relevantes de la morfología de los diminutivos,
destacamos las siguientes cuestiones: a) los diminutivos pueden combinarse, aunque no con la misma frecuencia, con toda clase de bases léxicas (cf. Lázaro Mora, 1999: 4651-4653); b) los diminutivos se combinan con ciertos infijos o interfijos (cf. loc. cit.: 4663-4672); c) los diminutivos admiten la yuxtaposición intensificadora de varios elementos; d) los sufijos de los diminutivos no presentan la misma extensión de uso ni se prestan de igual forma a expresar matices afectivos. Este último aspecto o propiedad se refiere, en particular, a lo siguiente: algunos sufijos están especialmente dotados para la lexicalización, es decir, para producir palabras en las que la terminación ya no refleja propiamente un diminutivo, sino que da un vocablo de significado totalmente diferente –y no predecible– respecto de la base léxica, por ej., mesilla ‘mueble colocado junto a la cama para colocar una lámpara, el despertador, etc.’ (y no ‘mesa pequeña’); tornillo ‘especie de clavo con estrías que se introduce en una superficie dando vueltas con su parte superior’ (y no ‘torno pequeño’); caseta ‘construcción a modo de casa donde se colocan útiles de jardinería o donde se deja al perro, etc.’ (y no ‘casa pequeña’).
2.1. Los diminutivos se combinan especialmente con nombres, propios (Juanito; Pepillo; Pacuelo; Marita; Pilarica; Chonina –a partir de Chon, Chona, hipocorísticos de Asunción–, etc.) y comunes, especialmente, los perceptibles –continuos (agüita, vinillo, maderita, etc.) y discontinuos (casita, amiguito, etc.)–, así como con adjetivos (especialmente, con los calificativos: guapina, tristecillo, pobrete, sabrosico, etc.), con las formas no personales del verbo: gerundio (callandito, corriendito, etc.)y participio (acabadito, planchadito, etc.), con los adverbios (lejitos, prontito, cerquita, ahorita, tranquilitamente, etc.). Dicho esto, hay que reconocer que los diminutivos también pueden darse con nombres que parecen menos fácilmente sometibles a una visión subjetiva, afectiva: por ej., con nombres de medida (minutitos, ratito, segunditos, etc.; kilito, gramitos, toneladita, etc.; arrobita, etc.); con nombres continuos colectivos indefinidos (gentecita); con nombres abstractos (esperancita, tecniquita, etc.). Asimismo, los diminutivos pueden acompañar a adjetivos relacionales (un triángulo escalenito, una visión lateralilla, etc.), palabras igualmente menos esperables con valor de afectividad (los diminutivos son, de hecho, normales con los numerales ordinales: primerito, quintico, etc., que se comportan como los adjetivos calificativos). Aunque no parezca posible, hay casos de diminutivos con pronombres personales: “De pronto, saliendo del primero izquierda, irrumpen en la escalera los payasos: Él, Ella y Ellitos. Cuatro seres joviales” (Fernández López, 2009). O con adverbios locativos: acaíta. Incluso con verbo en forma personal: un alumno mío de Zaragoza me ha dado el dato de que una amiga suya dice: “Te lo jurico” (por “Te lo juro”). Como indica Lázaro Mora (1999: 4650-4651), prácticamente todas las bases léxicas son susceptibles de recibir sufijación apreciativa de tipo diminutivo (recuerdo que, estando muy grave mi marido, una oncóloga del Hospital Clínico de la Universidad de Zaragoza me dijo: “El tumorcico de Juan segrega un tipo de hormonas que hacen disminuir peligrosamente el sodio”). Incluso con alguna preposición he podido documentar usos de los diminutivos en el discurso oral: “Estoy hastita las mismísimas narices” (= ‘estoy harta’).
2.2. Ciertas bases léxicas requieren de la presencia de un infijo o interfijo para formar un diminutivo. Es el caso de las palabras terminadas en -n, -r y -e: toman normalmente un infijo -c- / -ec- / -cec-, así como todos los monosílabos (puede haber variaciones en estas tendencias generales): sobrecito, calorcito, botoncito, suavecito, piececito, solecito, florecita (y florcita), etc. (Lázaro Mora, 1999: 4663-4665). Otro infijo asociado a los diminutivos es el formante -l-, pero este elemento parece casi exclusivamente asociado a café: cafelito (aunque no solo a esta voz, y, además, con más elementos: –al-, -il-; cf. Portolés, 1999: 5049). Yo creo que tal vez se trate, en su origen, de un diminutivo andaluz ultracorrecto (como de papel, se dice papé en Andalucía, con pérdida de la -l; el hablante recupera una –l inexistente en café pero que analiza como si se tratara de papel: café <*cafel > cafelito) (la emigración andaluza habría favorecido la extensión de cafelito a Madrid y de ahí al resto de España) (debería comprobar, por supuesto, mi hipótesis con datos rigurosos).
2.3. Algunos sufijos diminutivos se yuxtaponen o suman para intensificar su valor afectivo: pequeñitico, pequeñajico, etc. Esto es especialmente frecuente en el español americano, más inclinado a las formaciones diminutivas que el europeo; en particular, es propia de Costa Rica la combinación -it + -ico: chiquitico, ahoritica, segunditico, etc. El uso llega a ser tan general en ese país, que a los costarricenses se les llama ticos, los ticos, tomando como designativo el uso sintomático de la combinación diminutiva indicada que les es tan querida (de modo parecido a como se llama “maños” a los aragoneses –porque dicen la interjección ¡maño!, o el vocativo maño, maña, mañico, etc., “ches” a los valencianos porque usan la interjección che, etc.).
2.4. De los sufijos destacados por Lázaro Mora (1999) (cf. supra apdo. 1), no todos tienen el mismo grado de extensión ni reflejan valores semánticos idénticos. Algunos sufijos diminutivos están marcados dialectalmente. Por ejemplo, en el Aragón del valle del Ebro (provincia de Zaragoza) y en parte de la provincia de Teruel, así como en Navarra, Murcia, y algunas provincias de la Andalucía Oriental (Granada, Almería) –y en muchas zonas hispanoamericanas–, se usa especialmente -ico, -ica, -icos, -icas (tontico, etc.); a su vez, el uso de -uco, -uca, -ucos, -ucas, es propio de Santander (chiquituco, etc.); en Asturias, León, Zamora, Salamanca y llegan hasta Extremadura se usan -ín e -íno, -ina, -inos, -inas (pajarinos, guapina, pelín, etc.); en la Andalucía Occidental (Sevilla, Cádiz, Huelva) se emplea mucho -illo, -illa, -illos, -illas (chiquillo, rojillo, etc.). Lo dicho no implica que los sufijos indicados no se usen en el español general o en el español estándar, pero sí que son más frecuentes en las comunidades de habla señaladas. Puede decirse que el sufijo diminutivo más general en español es -ito, -ita, -itos, -itas. También hay que admitir que sufijos como -illo, -illa, -illos, -illas o -ete, -eta, -etes, -etas presentan una dimensión menos afectiva y, por ello, se prestan más a la creación de lexicalizaciones (el concepto se ha mencionado más arriba: apdo. 2). Valdría la pena analizar la productividad y contraste léxico entre las formaciones con elementos como -ito, -ita, -itos, -itas, de una parte, y con -illo, -illa, -illos, -illas / -ete y -eta, -etes, -etas, de otra. Los primeros se prestan mucho menos a la lexicalización y, por otra parte, tiñen de mayor afectividad el discurso que los segundos (con la
excepción, por supuesto, de los usos regionales que privilegian el empleo de -illo, etc. o de -ete, etc.: en las áreas implicadas dichos sufijos mantienen todas las posibilidades estilísticas, afectivas, etc. del formante diminutivo).
3. Sobre el significado y los valores estilísticos de los diminutivos en español: un enfoque desde la Teoría de la Cortesía verbal
Uno de los aspectos más interesantes en el estudio de los diminutivos en
español (y lo mismo podría decirse para otras lenguas románicas) radica en el análisis de su significado. En 1935, Amado Alonso publicó un importante trabajo (inspirado en la estilística de la lengua de Ch. Bally) que incluyó posteriormente en un volumen de estudios diversos (Amado Alonso, 1951, 1954), donde el autor, apoyándose –matizándolas– en las postulaciones de otros autores, subraya como esencial el valor afectivo, subjetivo, del diminutivo, de mayor importancia que el denotativo de empequeñecimiento:
El diminutivo destaca su objeto [su base léxica] en el plano primero de la conciencia. Y esto se consigue no con la mera referencia lógica al objeto o a su valor, sino con la representación afectiva-imaginativa del objeto. Hay prepon-derancia de las representaciones de la fantasía. Y como la fantasía solo acude agudizadamente conjurada por la emoción, por el afecto y por la valoración del objeto, aquí convergen la interpretación del diminutivo originario como una individualización interesada del objeto y la que ve en él el signo de un afecto (Alonso, op. cit.: 15-17)3. Para Amado Alonso, el diminutivo no significa centralmente “disminu-
ción” (“cuando el sentido central es realmente el de disminución, se suele insistir en la idea de pequeñez con otros recursos: una cajita pequeña, una cosita de nada, etc.”: loc. cit., 19), sino que significa “emoción”, “acción”, valores subjetivos. También para Félix Monge (1965: 139 y ss.) el valor
3 Las páginas citadas del trabajo de Amado Alonso lo son de la edición preparada por la Editorial Gredos, en 1996, en recuerdo del centenario del nacimiento del autor (edición que reproduce el texto según la tercera edición de los Estudioslingüísticos de A. Alonso, publicada en 1967).
semántico de los diminutivos radica, más que en la expresión de la “aminoración”, en el contenido de la afectividad. Para Monge son pruebas de ello: a) que los sufijos -ito, -ita, -itos, -itas, apenas hayan dado lugar a lexicalizaciones (frente a lo que sucede con -illo / -ete), lo que significa que aquellos sufijos se vinculan más a la emoción que a la idea nocionalmente objetiva de “disminución”; b) los sufijos -ito, -ita, etc. se emplean con bases que indican referidos fijos (nombres de medida de tiempo, de cantidad, etc.: minutitos, kilitos, pesetitas, etc.), lo que constituye una contradicción respecto de un significado nocional de empequeñecimiento y una confirmación de que lo que expresan tiene que ver con la afectividad del hablante. (Para el valor de los sufijos diminutivos, cf. Lázaro Mora, 1999: 4650-4651).
Amado Alonso (1954) distingue dos grandes tipos de sentidos para el
significado “afectivo” de los diminutivos: a) el actitudinal valorativo emocional con que el hablante vincula su relación respecto de las cosas que nombra; b) los que llevan una corriente intencional de acción sobre el interlocutor, expresando, por ejemplo, más cortesía o más acercamiento hacia el prójimo (cf. loc. cit.: 132-133).
Quiero centrarme en este segundo conjunto de sentidos porque me parece
que nos permite encuadrar la descripción de los diminutivos en el marco de la Teoría de la Cortesía Verbal (Brown / Levinson, 1987; Haverkate, 1994): el uso de los diminutivos constituye (o mejor: puede constituir) una estrategia de cortesía verbal.
Brown / Levinson (1987: 58-60) elaboran un modelo universal de
persona, que está dotada de raciocinio y de imagen o cara (positiva y negativa). La cara o imagen del hablante refleja dos grandes tipos de deseos: a) la imagen positiva es el deseo de ser aceptado, reconocido, reforzado; b) la imagen negativa es el deseo de ser respetado, no invadido. Hay actos de habla que intensifican la imagen positiva del hablante: esos actos son corteses y refuerzan la imagen positiva del interlocutor (saludos, felicita-ciones, piropos, etc.); hay actos de habla que respetan la imagen negativa del hablante: esos actos de habla son corteses desarrollando una cortesía
negativa (peticiones, ruegos, súplicas). Hay actos de habla, a su vez, que atentan contra la imagen positiva de los interlocutores (insultos, reproches, quejas) o contra la imagen negativa del interlocutor (órdenes, prohibiciones, imposiciones). Hay, en fin, actos neutros (opiniones e informaciones, por ejemplo) que pueden, sin embargo, convertirse en descorteses si se atenta con ellos contra cualquiera de las dos caras de los interlocutores (por ej., la transmisión de informaciones no deseadas; la emisión de opiniones contrarias a las del interlocutor, etc.) (cf. igualmente, Haverkate, 1994: 80-194). Brown / Levinson (1987: 60) sostienen que, habitualmente, en la comunicación humana, suele tenderse a respetar las dos imágenes del hablante distinguidas, por lo que una actuación verbal que las ponga en peligro (los actos de habla que supongan un riesgo o amenaza –o un atentado directo– para dichas imágenes) tiende a ser compensada por medio de estrategias verbales de diversa índole.
Los diminutivos, marcas de la subjetividad del hablante, de su visión
afectiva del mundo, se prestan especialmente bien a reforzar la imagen positiva del interlocutor para compensar cualquier acto amenazador contra su imagen (positiva o negativa)4. Así, utilizamos diminutivos, por ejemplo, para compensar una orden: tráeme una botellita de limonada; o para compensar una prohibición: no vuelvas más tarde de las doce a casita; Y, especialmente, para compensar el efecto negativo de una información no deseada: estás más gordita o de una opinión no deseada tampoco: has estado pesadito. 3.1. En la interacción cotidiana, por ejemplo, los diminutivos son muy frecuentes en los intercambios que se dan en el mercado. El hablante los utiliza para compensar la petición que conlleva su compra, acercarse más al vendedor, y, de otro lado, para ofrecer una visión más cercana, más positiva, de la realidad mostrando una actitud afectiva hacia los objetos que va a
4 Ya Amado Alonso, recordando, de otra parte, las aportaciones de otros autores, señala que los diminutivos pueden indicar cortesía en diversas situaciones comunicativas (cf. loc. cit., 68 y passim).
comprar. Algo parecido puede decirse del vendedor, que trata de crear un ambiente distendido respecto de todo el marco discursivo, usando diminutivos (el ejemplo siguiente refleja un diálogo real con mi carnicero: no se olvide que ambos somos aragoneses, de Zaragoza, por eso usamos el diminutivo –ico, -ica, etc.):
–¿Quién va ahora? –Yo, Ezequiel, por favor. –Dígame, señora de Rivero. ¿Qué le pongo? –Un kilico de costillicas y un poco de morcillica. Ah, y una vuelta de longaniza,
–Sí, señora, una vueltica de longaniza. Dos ejemplos más proceden de la conversación cotidiana: 1) una
compañera me dijo hace poco “Llevas una manchica en la falda”; la verdad es que la mancha era bastante llamativa –yo no la había visto–, así que mi compañera no usaba un diminutivo nocional, sino que lo que quería hacer, al usarlo, era aminorar o atenuar el efecto negativo de la información no deseada que me transmitía. 2) También hace poco, un primo mío, ausente de Zaragoza desde hacía algunos años, me dijo: “Estás un poco gordica, pero sigues muy maja”; por lo menos me había engordado diez kilos desde que no nos veíamos, pero, claro, él atenuó el efecto evidente del aumento de peso con “un poco” –expresión aminorativa–, con “pero sigues muy maja” –adversativa contraargumentativa respecto de “estar gordica”– y, por supuesto, con el uso del diminutivo (“gordica”, que no “gorda”).
3.2. Un buen ejemplo para apreciar las posibilidades estilísticas –concre-tamente, corteses– que manifiestan los diminutivos en español, es un conocido texto del escritor bilbaíno del siglo XIX Antonio de Trueba, utilizado frecuentemente en las clases de E/LE5. En sus Cuentos de vivos y
5 Quiero recordar en este punto a mi querido amigo y colega el Dr. Hans Kundert, con quien elaboré Ejercicios de español. Para clase y laboratorio de idiomas, Madrid, Alhambra, 1976 (2 vols.), que fue el primero que me mostró el cuento de Trueba que analizo a continuación. Nuestro libro conoció muchas reimpresiones y está, actualmente, agotado.
muertos, Trueba incluye uno, Las changas (‘Los trueques’), que ofrece una llamativa e interesante abundancia de diminutivos, los cuales, a mi juicio, se hallan al servicio de una serie de estrategias corteses, en la interacción comunicativa, como voy a tratar de mostrar a continuación. Pero presentemos y leamos, en primer término, el texto de Trueba (las cursivas son mías):Las changas La viejecita se volvió chocha cuando le vio. –Conque, vamos -le preguntó, después de las lagrimitas y el besuqueo consiguientes-, ¿qué tal le dejaste al amo? –Tan bueno y tan contento por lo bien que le je servido. ¡Vaya un regalito que me hizo al partir! –¿Qué te regaló? –Una barra de oro de cinco arrobas larguitas de talle. –¡Jesús, qué riqueza! Vendrás reventadito con tanto peso… –No, madre, porque, como me pesaba tanto, y hacía tanto calor, la cambié por un caballo muy hermoso. –Hiciste bien, hijo, que más vales tú que todo el oro del mundo, y así, cuando vayas a cualquier parte, irás montadito como un señor. –Sí, pero, como el caballo tenía mal paso y era demasiado fogoso, le cambié por una vaca. –¡Qué bien hiciste, hijo! ¡Para que el tal caballo te hubiera estrellado el mejor día! Verás, verás qué quesitos y qué natillas hago yo con la leche de la vaquita. –Es el caso, madre, que luego resultó que la vaca era muy vieja, y la cambié por un cerdo. –¡Hiciste perfectamente, hijo! ¡Una vaca vieja!, ¿eh? ¿De qué vale eso? Para vejestorios, bastante tienes tú con tu madre. Un cerdito ya es otra cosa. Voy a bajarle al pobre animal un poco de borona. –No se incomode, madre, que le cambié por un ganso, porque supe que era robado. –¡Robado! ¡El Señor nos asista! Hiciste bien, hijo, en deshacerte de él cuanto antes. ¡Mire usted los ladronazos! ¿Conque le cambiaste por un ganso, eh? ¡Malos asaditos haremos con el ganso para la Pascua de Navidad! –Madre, es el caso que, como los herreros de Ochandiano me hacían la burla al verme cargado con el ganso, me incomodé y le cambié por una piedra de afilar, con ánimo de ponerme de afilador.
–¡Bien hecho, hijo mío! ¡Mire usted los picarones de los herreros! Me alegro de que te pongas de afilador, porque así te tendré siempre en casita. –No puedo ponerme, madre, porque la piedra se me cayó al agua. –¡Anda con Dios, hijo; peor fuera que te hubieras tú caído! ¡Una piedra de afilar! Hiciste bien en no entrar al agua por ella. ¡Mire usted qué barra de oro perdías! –¡Ay, madre! –exclamó Martín dándose una palmada en la frente-. Ahora caigo en que he perdido la barra de oro que me dio mi amo. –Estás equivocado, hijo mío, que la tengo yo aquí convertida en onzas de oro. Y, al decir esto, la viejecita abrió el arca y enseñó a su hijo cien onzas de oro como cien soles, en que, a fuerza de industria y economía, había convertido las soldadas que durante diez años le había ido enviando su hijo. –¡Madre! –dijo Martín abrazando a su viejecita–. ¡Qué felices somos! –¡Sí, hijo mío! –le contestó la viejecita–. Y lo seríamos aunque no tuviésemos un cuarto, porque la felicidad de este mundo no está en lo que se tiene en el arca, que está en lo que se tiene en el corazón. El argumento del cuento recuerda en cierto modo el conocido de “La
lechera”, pero, en este caso, con un final feliz. El autor nos presenta el regreso de un hijo al hogar, donde se halla su madre, ya anciana (la viejecita). El muchacho es, sin duda, un tanto botarate: ha recibido, tras muchos años de trabajo, un buen regalo de su amo –una barra de oro de cinco arrobas–, y la ha ido cambiando, en una serie de trueques, por diversos animales y, en fin, por una piedra de afilar y, como esta última se le ha caído al río, parece que se ha quedado sin nada. Su madre, sin embargo, le aclarará que no ha sido así: ese es el final sorprendente, y aleccionador, del cuento.
Debemos subrayar que el empleo de los diminutivos se produce en el
discurso de los tres protagonistas enunciadores del texto: el narrador (implícito y reflejado en la narración de los fragmentos sin diálogo a través de la tercera persona –es quien pronuncia “la viejecita”, sustantivo con el que designa a la madre del protagonista masculino, y lagrimitas–); la madre, protagonista del cuento junto con su hijo, y que, en el diálogo sostenido por ambos a lo largo del mismo, incluye siempre, salvo en las dos primeras y en las tres últimas intervenciones, algún diminutivo (reventadito, montadito, quesitos, vaquita, cerdito, asaditos, casita); y, en fin, el muchacho (el hijo de
la viejecita), que, en dos ocasiones, también emplea diminutivos (regalito y larguitas).
Los diminutivos del texto aparecen en sustantivos, adjetivos y participios,
y afectan fundamentalmente a la designación de la madre (la viejecita) y a diversos animales y objetos, pero también, en las intervenciones de la madre, al propio muchacho, coprotagonista del cuento (reventadito, montadito). Los diminutivos afectan, por tanto, mayormente a los elementos de los que se habla en el texto, contribuyendo a teñir de afectividad su designación, como diría Amado Alonso, y, en el marco de la Teoría de la Cortesía verbal de Brown / Levinson (1987), creo que sirven para reforzar la imagen positiva de tales elementos. Considero, sin embargo, que cumplen funciones más matizadas, particularmente en lo que se refiere a los que emplea la madre –la viejecita– protagonista del cuento.
En efecto. Si en los fragmentos que emite el narrador y el muchacho los
diminutivos no son llamativamente frecuentes (salvo para el sustantivo viejecita) y, además, se ajustan centralmente a modificar a signos que representan elementos de la realidad extralingüística sobre los que se narra algo, en el caso de la madre, el uso de los diminutivos se inscribe, de forma recurrente, en las intervenciones reactivas de esta, con lo que la hablante (la madre) proyecta con ellos otras estrategias interactivas. Es decir, podemos postular que, en el cuento, los diminutivos cumplen, en todos los casos, una función estilística, afectiva, que, singularizando a cada elemento marcado por ellos, refuerza, en términos de la Teoría de la Cortesía verbal, de forma directa (interlocutores) o indirecta (objetos sobre los que estos hablan), su imagen positiva, pero, además, en el caso de los que emplea la madre (la viejecita), se superponen otras funciones, que se hacen perceptibles a) por la insistencia en el empleo de los mismos y b) mediante el contraste que permite establecer el juego de la presencia / ausencia de su uso en las intervenciones tercera a octava de la madre, de una parte, y en las dos últimas que ella emite en el texto (décima y undécima), de otra.
La madre, desde su tercera intervención (“-¡Jesús, qué riqueza! Vendrás reventadito con tanto peso…”)hasta la octava (“[…] Me alegro de que te pongas de afilador, porque así te tendré siempre en casita”) –e incluso la novena (“[…] ¡Una piedra de afilar! Hiciste bien en no entrar al agua por ella […]”), aun sin diminutivos–, intenta por todos los medios reforzar la imagen positiva de su hijo: le confirma que ha obrado muy bien, pues alaba cada trueque que ha hecho (le da la razón al hijo sobre su elección) y, además, suele proponer de inmediato acciones eficaces para cada elemento cambiado o muestra los posibles efectos positivos del trueque. Sus actos de habla son expresivos en buena medida: reflejan exclamaciones que, o crean complicidad con su hijo, o claramente asertan sobre su acertado modo de obrar o sobre su propia satisfacción por lo que el hijo ha conseguido. El uso de los diminutivos no es la marca exclusiva para obtener un refuerzo de la imagen positiva del hijo, pero sirve para matizar cariñosamente actitudes de este (reventadito, montadito), o para caracterizar tiernamente a los animales obtenidos en el trueque (vaquita, cerdito) o a ciertos productos relacionados metonímicamente con ellos (quesitos, asaditos) o a la propia vivienda (casita) de ambos, de forma que el empleo de los diminutivos contribuye a intensificar (por la reiteración del procedimiento) el refuerzo de la imagen positiva del muchacho y a crear una atmósfera fuertemente afectiva entre madre e hijo; con los diminutivos la madre tiñe su discurso de ternura, trata a su hijo casi como si fuera un niño –el niño que todas las madres ven en cada hijo–. El diminutivo viene a ser así un diminutivo, más que de frase (el término lo acuña Leo Spitzer: cf. Amado Alonso, loc. cit.: 39-54), de discurso.
Pero, cuando ya el chico confiesa que se ha quedado sin nada, la madre
abandona el tono afectivo de las intervenciones comentadas. Y, sobre todo, en sus dos últimos parlamentos, adopta otro tipo de discurso: ya no es la madre que apoya cariñosamente al chico, comprensiva y zalamera, sino que se transforma en la madre sabia: la madre que conoce la verdad y juzga, por ello, con conocimiento de causa, sobre la realidad. Ya no le da la razón a su hijo, es más, le dice claramente que se equivoca. Adopta un discurso más grave –el de la aserción sabia, frente al de la exclamación tierna–, y le indica a su hijo, como nos cuenta el narrador, que nada de lo que ha ido ganando se ha perdido, porque, habiendo sido un buen hijo que se ocupó de su madre mandándole dinero para que no pasara necesidad, ella lo ha ido guardando
en el arca y ahora él puede recuperar una buena fortuna. La conclusión final de la madre y del cuento queda acorde con el espíritu cristiano: la riqueza no está en lo material, sino en lo que el hombre lleva en su corazón (la rectitud del alma) (esa es la visión del propio autor, Antonio de Trueba).
Pues bien, ese cambio sustancial del tono en el discurso de la madre (la
viejecita) viene reflejado mediante un cambio en las estructuras lingüísticas, que expresan dos tonos discursivos distintos: pasamos de los actos de habla expresivos (las exclamaciones, las aserciones encomiásticas, las afirmacio-nes de la propia satisfacción o las propuestas afectivas de actuación futura con los elementos conseguidos por el hijo) a las aserciones teñidas de gravedad: los juicios de valor dotados de una cierta solemnidad. De nuevo, no son los diminutivos los responsables exclusivos de dicho cambio: no es, en este caso, la ausencia de los diminutivos la marca que diferencia esencialmente el discurso de las intervenciones tercera a octava (y novena: en esta, sin embargo, no aparecen diminutivos, pero se ajusta al modelo de las precedentes) del de las dos últimas, pero, ciertamente, dicha ausencia contribuye poderosamente a resaltar la modificación de la conducta verbal de la madre (la viejecita), con lo que los diminutivos contribuyen, mediante el contraste de la presencia/ausencia de su utilización, a matizar adecuadamente las estrategias discursivas empleadas en el cuento.
4. A modo de conclusión
En la presente contribución he querido ocuparme de los diminutivos en
español recuperando los excelentes trabajos de los maestros Amado Alonso (publicado ya en 1935 y difundido más plenamente a partir de 1951, 1954) y Félix Monge (1965) sobre el significado y los valores estilísticos de dichos formantes, intentando ponerlos en relación con las aportaciones de la Teoría de la Cortesía verbal de Brown / Levinson (1987) y Henk Haverkate (1994). De modo muy modesto, y, sobre todo, de manera práctica –especialmente, con el ejemplo del texto de Antonio de Trueba que hemos analizado–, he tratado de mostrar que los diminutivos pueden convertirse en herramientas eficaces para reforzar la imagen positiva de los hablantes y, por ello, para
reforzar los actos de cortesía positiva, o para contrarrestar los efectos de aquellos actos de habla que atenten contra aquella. Por supuesto, los diminutivos no son marcas exclusivamente dotadas para la intensificación de la imagen positiva de los hablantes, pues sabemos bien que a menudo los diminutivos conllevan carga irónica. Pero, dentro del discurso, los diminutivos pueden constituir una poderosa herramienta al servicio de las estrategias encaminadas a reafirmar la imagen positiva de los elementos del discurso y, directamente, en la interacción comunicativa, la de los interlocutores. Además, en la construcción del discurso, gracias a la creatividad del hablante (en el caso analizado, del autor Antonio de Trueba), las posibilidades expresivas de los diminutivos se multiplican, por medio de la recurrencia de su empleo o, justamente, mediante el contraste entre el empleo frecuente, incluso llamativamente intenso, de su uso y la ausencia del mismo.
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Pulsional Revista de Psicanálise Pulsional Revista de Psicanálise , ano XIII, no 131, 38-41 Escuta-se freqüentemente dizer que, na crise da meia-idade, os homens podem atravessar um período em que seu desejo pela companheira parece amolecerou, em todo caso, não mais se levantar como antes. Em geral, eles se inquietame começam a duvidar da própria capacidade. Nos Estados Unidos, fala
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